hoja roja

Lengua perversa

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No pretendo hablarle de la perversión del lenguaje y de los daños irreparables que ocasiona en el imaginario colectivo, porque usted sabe mejor que nadie que, cuando nos lo proponemos, la palabra puede ser un arma de destrucción masiva o, en el mejor de los caso, un potentísimo narcótico social. Los ejemplos más claros de esto que se llama «corrección lingüística» y que no es otra cosa que manipulación, los tenemos en la economía, fíjese como el «crecimiento negativo», el «producto tóxico» o el «banco malo» se han instalado en la conversación cotidiana, descargados ya casi por completo de connotaciones negativas y cómo «crisis» se ha convertido en el comodín de moda para salvar cualquier incómoda pregunta. Y no pretendo hablarle de la perversión del lenguaje porque a usted le pasará como a mí, que desde el pasado domingo está asistiendo al festival de la distorsión, la propaganda y la insidia –otra palabra que ha creado tendencia, y de qué manera– en que se ha convertido la gala televisada de los politizados premios Goya y está ya hasta el gorro de escuchar a unos y a otros diciendo barbaridades. Orwell decía que el lenguaje político está diseñado para dar al viento apariencia de solidez, y esto es precisamente lo que se ha hecho con los Goya, convertir en un huracán, en una auténtica tempestad, la paja del ojo ajeno sólo para no ver la viga en nuestro propio ojo. Porque ¿qué son los desafortunados –o no– mensajes de los actores españoles frente a la esperada declaración de Iñaki Urdangarín y su colección de mails o al esperadísimo misterio de los papeles de Bárcenas y sus contabilidades o al anhelado desenlace de los EREs andaluces y sus juergas?

En el país de aquí no se va ni Dios –aunque se vaya el Papa– estamos cayendo en la poderosa y peligrosa tentación de usar el lenguaje únicamente para desentendernos e incomunicarnos. Escogemos de todas las acepciones del diccionario la más perniciosa para crear incertidumbre, sospecha y miedo, que es el más despreciable de los sentimientos humanos. Miedo al escuchar esas incendiarias tertulias televisivas en las que los gatos se comportan como leones hambrientos. Miedo a leer opiniones escritas instaladas en la intransigencia y la falta de respeto ético y estético hacia los que se consideran enemigos.

Miren. Ni Candela Peña dijo que su padre se había muerto porque no tenía una manta, ni Maribel Verdú daba las hipotecas que promocionaba su imagen, ni una gala de entrega de premios era el sitio oportuno para hacer reivindicaciones políticas, ni era el momento idóneo para acordarse de la familia de un ministro. Y no hay más. Porque todo lo que se añada a esto es pura demagogia –otra palabra de tendencia tendenciosa–, pura perversión. Pura estopa que se arroja a los rescoldos de esta hoguera de las vanidades de las que antes o después saldremos todos quemados.

Las lenguas –la española, la inglesa, la catalana, me da igual– son las que configuran la realidad y no al contrario. Una mentira repetida mil veces, decía aquel de cuyo nombre prefiero no acordarme, se transforma en verdad. No lo permitamos. No deje que sean las palabras las que nos envenenen.