hoja roja

Pestiños de plata

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Cuesta comerse el roscón de Reyes que todavía anda dando vueltas por la cocina, sabiendo que en menos de veinticuatro horas habremos cambiado el espumillón por el confeti y la pandereta por el pito de caña, con la misma facilidad con la que el Gregorio de Kafka se levantó una mañana siendo cucaracha. Al fin y al cabo, aquí el que más y el que menos se ha sentido como una cucaracha muchísimas mañanas. Es el signo de los tiempos, la supervivencia extrema nos hace resistentes y versátiles. Muy versátiles. Por eso, siglos de entrenamiento nos han permitido subir al podium de los más noveleros y revalidar nuestro título de plusmarquistas año tras año.

Habrá crisis, no habrá dinero, pero siempre hay unos nudillos esperando un taratatarachín al amparo de la noche en cualquier esquina, que cantaban Los Simios –venga ya, que usted también se acuerda, confiéselo sin miedo–. Y es ese ritmo el que mantiene nuestras constantes vitales con más vitalidad que nunca, pese a los goteros, los antibióticos y la anestesia que nos suministran un día detrás de otro los telediarios. Por eso, somos capaces de vivir cada carnaval como si fuera el último de nuestra vida. El hoy comamos y bebamos del poeta llevado hasta sus últimas consecuencias. Ya mañana ayunaremos, y pasado y al otro y al otro, que no sólo de pan vive el hombre. Por eso, año tras año, doblamos nuestras miserias y las guardamos bajo llave cuando suenan los primeros tangos y respondemos a la llamada de la sangre, la más atávica, la que nos recuerda que aquí estamos de paso y que si hay otro mundo, no puede ser tan hostil como este. Por eso, año tras año, rasgamos nuestras vestiduras y nos revestimos con la herencia que nos dejaron nuestros mayores. Año tras año, como si fuera el último carnaval, como si fuera cada vez la primera vez.

Año tras año, y ya son veinticinco, lleva la Peña de los Dedócratas empeñada en servir de bisagra entre esa navidad que aún nos pesa en el estómago y este carnaval que cada vez es más necesario. Veinticinco años empeñados en pregonar esa buena noticia. Veinticinco años de pestiños que esta noche volverán a recordarnos que es un soplo la vida y que incluso con la frente marchita y las nieves del tiempo y todas esas cosas, la inmortalidad nos ronda de nuevo. Entretenimientos para un alma que se resiste a envejecer pese a todo. Porque, pese a todo, pese a que la pestiñada ha pasado por momentos malos y otros peores, pese a que la fuerza se les fue hace mucho tiempo, pese a que esa cantera que esta noche cantará en San Francisco ya no nos dice nada, nos aferramos con fuerza a este soplo de aire fresco que nos trae un febrero adelantado.

Mañana, ya lo saben, la erizada y la ostionada servirán de teloneras al concurso más largo –y más absurdo, dicho sea de paso– del mundo. Y no querremos ya vivir en este mundo, ni oír los ecos del oráculo, sino las voces de los que espantan sus males como una oración sagrada ante el mismo altar donde a diario nos sacrifican. Súmese a esta cola en la que no dan trabajo, ni dinero, ni medicinas, ni consejos, a esta cola que nos lleva directamente al paraíso. Al fin y al cabo, no todos los días se comen pestiños de plata.