hoja roja

La guerra del ocio

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Es evidente que de los griegos hemos heredado muchas más cosas aparte del yogurt y la crisis. Será por aquello de que los polos opuestos se atraen, por lo que siempre estuvimos ideológicamente más cerca del concepto de ocio aristotélico que del Panem et circenses romano, por mucho que nuestros gobernantes se hayan empeñado en llevar siempre a Juvenal como estrella invitada en sus programas electorales. Somos más aristotélicos, aunque no lo sepamos. El ocio para los griegos, por si no lo recuerda, definía al hombre libre y era, por tanto, sinónimo de felicidad. Una felicidad que se encargaron de enturbiar los romanos con aquello del negotium como negación absoluta del ocio y, por tanto, metonomia de todos nuestros infortunios. Luego, por una malísima y sesgada aplicación de la teoría marxista, nos hicieron creer que el tiempo libre debía utilizarse en beneficio de la sociedad, y de ahí que el ocio se convirtiera en uno de los platos fuertes del menú elaborado por el estado del bienestar. Políticas culturales, deportivas, turísticas, monopoly de equipamientos... ¿sabría decir de memoria cuántos tenemos en Cádiz?

Es el ocio teledirigido el que nos ha convertido en fichas de un inmenso parchís del que nadie sabe quiénes son los jugadores. Nos mueven aquí o allí -ahora al centro comercial, luego a hacer senderismo, mañana a ver exposiciones y a buscar setas-, nos comen o nos castigan varias partidas sin movernos o avanzando veinte casillas de una vez según los vientos que soplen. Y también se encargaron de programarnos para mirar por encima del hombro a la "gente ociosa" que son siempre lo peor de lo peor. Gente ociosa es como llamamos a todo el que se atreve a usar su tiempo a la manera griega, saliéndose del carril y construyendo otros mundos, lejos de los que bailan al son que les tocan, lejos de los que opinan lo que otros quieren que opinen, lejos de los que respiran el mismo aire viciado que otros han respirado antes. «Míralos», decimos con suficiencia, «si es que están ociosos perdidos, tendrán mucho tiempo libre», como si el estar atados a la rueda del molino avalara nuestra dignidad de ocupados, ocupadísimos. Lo triste es que el reino de los ocupados ya pasó, y como agua pasada no mueve molino, la mayoría han dejado de estar ocupados y ahora andan preocupados, muy preocupados.

Al final, esto de habernos quedado sin negocio nos va a acercar mucho más a los griegos, ya lo verá. Nos acorralarán, nos administrarán todavía más y controlarán cada uno de nuestros pasos, nos dirán en qué podemos gastar o no nuestro dinero, vale. Pero déjeme que le diga una cosa. Si como decían los aristotélicos el ocio es libertad, me gustaría hacer con mi ocio lo que me dé la gana. Que no vuelvan a decirnos qué película tenemos que ver, ni que quitemos la mula y el buey del belén -y ya puestos ni la nieve, ni el río de papel de plata-, ni dónde ir de vacaciones, ni qué libro hay que leer, ni de qué color hay que vestir, ni en qué restaurante tenemos que comer, sobre todo porque si no hay para pan, difícilmente podremos mantener este circo en el que los enanos son muchos y están cada día más grandes.