hoja roja

Al césar lo que es suyo

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Y mientras que Félix Baumgartner no demuestre lo contrario –si es que mañana los vientos le son favorables– la distancia es algo más que una cuestión física, pues ni el tiempo ni el espacio son conceptos aplicables al alejamiento entre personas y mucho menos al alejamiento de ideas. Es cierto que el desafecto termina por producir brechas importantes en los ya frágiles lienzos de murallas que defienden nuestro estado del bienestar, y es por esas brechas por las que inevitablemente se produce el divorcio del mal avenido matrimonio entre la civilización y la selva. Y ya sabe que la ley de la selva suele regirse por principios no del todo recomendables y que en virtud de estos principios, la razón ampara siempre al más fuerte. Es por eso por lo que cruzar la línea que separa lo ético de lo estético –lo que está bien de lo que resulta feo– no ha supuesto nunca mayor problema para aquellos que piensan que el «Tengo derecho» está por encima del «tienes o tienen derecho» y muy, muy por encima del «Tengo obligación». Las normas, siempre para los demás, encabeza el título preliminar de esta ley de la selva que no nos ampara a todos. Por eso saltan las alarmas cuando la razón nos pone en evidencia. Cuando el espejo nos demuestra que el emperador está completamente desnudo y se agranda la brecha de la discordia.

Las ordenanzas municipales son para todos y están para cumplirlas. Es cierto que algunas ordenanzas se quedaron ancladas en el pasado –cuidado, que el pasado siempre está por venir– y que otras parecen verdaderos monumentos al disparate. No hay más que hacer un repaso y ver que en todas partes cuecen habas, desde la polémica prohibición de comer en las calles del Ayuntamiento de Roma hasta la del Consistorio de Mojácar que prohibía a los funcionarios escuchar la radio en horario de trabajo. Puede parecer ridículo pero no debemos olvidar que las ordenanzas son los límites impuestos para asegurar una convivencia pacífica. Aunque lo olvidemos y la mayor parte de las veces hagamos la vista gorda y saquemos al Castelao que todos llevamos dentro. Está prohibido hacer ruidos molestos en mitad de la calle, pasear desnudo por la playa, tirar arroz en las bodas, tender la ropa en las fachadas y hay que pagar una tasa municipal si utilizamos a la policía para pasear a los santos por la calle. Una tasa que no es nueva, por mucho que se extrañen los cofrades, pero que hasta ahora no había sido motivo de trifulca. El problema es el de siempre, que un vez tiene pase, y dos y hasta tres, pero cuando cada fin de semana hay dos o tres procesiones ordinarias, extraordinarias, de penas, de glorias, rosarios de auroras, de antorchas... la cosa deja de tener gracia y se convierte en un problema, en otra brecha insoslayable entre los ciudadanos.

Lo poco agrada y lo mucho cansa, dice el refrán. Y termina uno por saberse tan de memoria el guion de la película que acaba odiándola. Tal vez por eso, el Obispado ande dándole vueltas a la idea de racionar tanta salida procesional, limitando estas a casos muy concretos. Sería una buena manera de recuperar el sentido común perdido por culpa del incienso, y una buena manera de empezar a cerrar la brecha. Cada cosa en su sitio, que ya lo dice el Evangelio «Al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios». Tan sencillo como eso.