opinión

Mereció de su patria

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No era ni siquiera ministro, allá por el paleolítico superior, cuando conocí a Manuel Fraga. Fuimos en su coche oficial, de no mucha graduación, a una de aquellas fiestas poéticas llamadas juegos florales.

Iba él en calidad de mantenedor y yo de poeta premiado, o sea, de cazador de recompensas. Actuábamos en León y cada uno llevaba en su maleta el traje apropiado para la circunstancia. El suyo, un frac ya con bastantes condecoraciones, y el mío un esmoquin alquilado. Hablamos mucho en el trayecto, mejor dicho, habló él. Tenía ya un lenguaje sumarísimo, conminativo y con eso que en los crucigramas llaman «fuga de vocales». Parecía que estaba enfadado, pero también parecía que era enfadado. Me sorprendió su prodigiosa memoria. Se sabía versos del último ganador del premio Adonais y estaba al tanto de todas las revistas poéticas de todas las provincias. Me habló de su horario de trabajo, dos cosas que detesto incluso por separado. También me dijo que aspiraba al mismo epitafio de los patricios romanos: «Mereció de su patria». Ciertamente y al margen de opiniones, se lo ha ganado.

Más que a Cánovas, creo que le hubiese gustado que le compararan con Churchill. Cuando fue embajador de España en Londres adquirió un bombín a la medida inusual de su cráneo y una gabardina blanca. Me parece que no le caí mal, porque desde aquel remoto entonces me mandó muchos de los cientos de libros que fue publicando. Las dedicatorias son aún de más ardua lectura. Siempre hay que admirar la inteligencia, se encuentre donde se encuentre, y Manuel Fraga era eso que llamamos un superdotado al que solo le faltaba un punto de flexibilidad, que no de comprensión de los problemas. Su temperamento era su enemigo y el mal genio compitió con el genio.

Un español excepcional ha muerto después de hacerse acreedor, si no de la simpatía de todos, sí del respeto. España es difícil, pero tampoco es fácil ser como él fue.