Joán Corbellá. /RC
VIVIR EN familia

La crisis trae cola en casa

La frustración se instala en el hogar de la mano de hijos emancipados que regresan por falta de recursos y padres que pierden el trabajo y con él su identidad

MADRID Actualizado: Guardar
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El paro se ha instalado en el hogar de muchas familias españolas. La cifra de desempleados se acerca a los cinco millones. De ellos, cerca de dos millones han acabado el periodo del cobro del subsidio o están a punto de perderlo. Afortunadamente, si es que se puede decir así, no todas estas personas pertenecen a una misma familia. Pero con estas cifras resulta evidente que en los hogares españoles los ingresos se encuentran por debajo de lo habitual, una situación a la que hay que saber adaptarse y que no pocas veces crea conflictos en el propio seno de la familia.

Esta tesitura se agrava cuando las expectativas de encontrar un nuevo empleo se extinguen. La condición de parado se cronifica, algo que toca profundamente lo psicológico porque se pierde la esperanza y se acostumbra a sobrevivir en precario, gracias a las ayudas ajenas. Al final, se genera un círculo especialmente pernicioso por la enorme dificultad que supone modificarlo.

No hace muchos años, en la sociedad española se fue instaurando la idea de que la posibilidad de perder el trabajo no tenía que ser equivalente a una situación alarmante, podía ser vista como una contingencia que suponía una oportunidad de mejora o de cambio deseable en la vida laboral de una persona. La cultura del subsidio que permitía vivir durante más de un año sin trabajar era incorporada como una eventualidad que podía permitir efectuar unos estudios y mejorar las opciones de trabajo. Eso lo soportaba una economía estable y próspera. Pero en la actualidad la situación no es tal.

De este modo, que el paro entrase en casa y con él depender de un subsidio ha pasado de ser vivido como un recurso que la sociedad ofrecía para cubrir espacios de vacío laboral, sin dramatismos, a convertirse en la actualidad en una amenaza desalentadora.

Las circunstancias afectan de forma diferente a distintos miembros de la familia, pero altera por igual la convivencia. Una familia con miembros en el paro pone a prueba el entramado afectivo que la nutre. Tanto la limitación económica como el lógico desánimo que acompaña a la situación requieren de fuerza afectiva sólida para conseguir sobrevivir sin tensiones. Auque parezca cursi, en estas situaciones el amor permite sobreponerse y adaptarse a los recursos de cada momento.

El reto de los jóvenes

En lo que se refiere a los distintos miembros de la familia, los jóvenes sufren una situación especialmente compleja. Desde el recién licenciado en la universidad, hasta el que finalizó estudios de formación profesional, pasando por aquel que simplemente decidió buscar trabajo sin una preparación académica previa. La posibilidad de encontrar un primer empleo se hace tan difícil que no son pocos los que dimiten del empeño.

La cifra de paro juvenil en España supera el 40% y entre ellos hay que contar universitarios adecuadamente preparados que no ven otra salida que buscar trabajo en el extranjero, lo que no está al alcance de todas las mentalidades ni es factible en según qué tipo de estudios realizados.

Especialmente frustrante es el proceso que siguen algunos jóvenes universitarios que, después de fracasar en el intento de trabajar en lo que han estudiado, deciden buscar otro tipo de ocupación que no requiera de estudios previos. A pesar de ello, muchos no la encuentran y, en caso de dar con ella, sienten que han perdido tiempo y esfuerzo dedicándose a estudiar.

Si tienen la suerte de pertenecer a una familia en la que los padres pueden ofrecerles hogar y alimento, ven cómo se alarga su vida adolescente, en la medida que viven dependientes mucho más tiempo del que quisieran y sería recomendable. El drama se incrementa cuando los padres también se encuentran en situación de precariedad y la permanecia del hijo (o hijos) en casa les supone una mayor limitación económica.

De regreso a casa

Pero si existe una situación compleja y difícil de manejar es el regreso del joven a casa al no poder sostenerse por sí mismo, debido al desempleo, después de haber trabajado y de haberse emancipado del hogar paterno. Todavía es más doloroso si vive en pareja y son dos los que deben ser acogidos por los padres. Cuando tienen hijos, en el hogar tienen que convivir hasta tres generaciones.

Sea en la situación que sea, el paro juvenil supone uno de los problemas más graves que pueden aquejar a una sociedad. Los jóvenes, destinados a ser motor impulsor del entramado social, pueden verse sumergidos en un desánimo que a menudo tiende a cronificarse convirtiéndose en caldo de cultivo de delincuencia o de escepticismos pasivos y resignados. Por suerte, todavía los hay que mantienen el aliento y siguen buscando empleo, se apuntan a cuantos cursos se les puedan ofrecer y mantienen fuerzas para rechazar las normas de la sociedad actual, participando en movimientos encaminados a luchar contra lo establecido. Aunque los resultados que puedan obtener sean escasos, todo será mejor que la dimisión y la aceptación del ostracismo.

La economía, protagonista

Sin que sea objetivo de este artículo, no sería de recibo no exponer que el paro de un miembro de la familia supone un contratiempo en el tren de vida de todos. La repercusión es directamente proporcional al nivel de ingresos que aportaba quien pierde el trabajo.

En situaciones de familias que dependían de un solo sueldo, el paro provoca una agresión mayor y la necesidad de movilizar a quienes estén en edad de trabajar para incorporarse al grupo de los que buscan empleo. He conocido casos de cabezas de familia que han sufrido graves depresiones al verse incapacitados para aportar a la familia lo que se sienten en obligación de aportar, con una pérdida de autoestima difícil de reparar.

Nuestra sociedad ha asociado el rendimiento al valor de las personas. El éxito ensalza y el fracaso es vivido como equivalencia a la inutilidad y falta de recursos personales. Perder el trabajo, aunque la crisis ha conseguido que sea visto como algo menos vinculado al que lo padece, supone perder parte de la identidad. En algunos casos, toda la identidad. Solemos confundir lo que somos con lo que hacemos. «Soy arquitecto», «soy mecánico», decimos para identificarnos.

Con este lenguaje tan arraigado en nuestra manera de ver la realidad, dejar de hacer supone dejar de ser. Así se genera un sentimiento destructor que invalida para emprender cualquier búsqueda de nuevo trabajo. Un entorno acogedor como el de una familia unida, valorarnos por lo que somos y una afectividad favorable, pueden restablecer el ánimo y recuperar fuerzas para seguir buscando.