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Al Asad o la legitimidad

La clave está, tal vez, en cuánto tiempo aguantarán los policías masacrando a sus compatriotas

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Que uno, habiéndose formado para odontólogo, gobierne un país por ser hijo del presidente anterior y porque el primogénito destinado a la sucesión muera antes de tiempo, es una circunstancia que otorga una legitimidad para el cargo harto discutible. Que uno, al cabo de varios años, se mantenga en el sillón presidencial gracias al expediente de liquidar cada día a un puñado de sus conciudadanos, le convierte en el paradigma de lo que podría ser el mínimo derecho a gobernar a un pueblo.

Hace solo unas semanas, Bashar al Asad comparecía en una esperpéntica sesión parlamentaria para declararse hermano mayor (¿traición del subconsciente vinculada al origen filial de su investidura?) de todos los sirios y asegurar que las revueltas no eran más que disturbios protagonizados por una minoría de enemigos del país, alentada por extranjeros. Fue de tal modo creciéndose a lo largo de su alocución, entre las ovaciones serviles de los sedicentes representantes populares (uno de ellos llegó a tomar la palabra como 'espontáneo' para proclamarle al líder el amor incuestionable del pueblo), que acabó entregándose a un regocijo indescriptible, con una especie de risa floja que literalmente helaba la sangre, máxime cuando ya había sobre la mesa cadáveres que ni de enfriarse habían tenido tiempo.

Aquellas risitas ridículas son hoy, tras un fin de semana de represión sangrienta de los miles de sirios que han salido a la calle para gritarle al nefasto heredero su hartazgo, el colmo de lo siniestro. El régimen recrudecerá ahora su propaganda (habrá que exigirle, si organiza otra pantomima parlamentaria, que Al Asad contenga esta vez su repelente sonrisa). Pero a la postre, y digan lo que digan, quienes rigen los destinos de Siria se han equiparado a los que en Túnez, Egipto, Libia, Yemen y el ahora olvidado Bahréin, han quedado moralmente destituidos como conductores de sus respectivos pueblos.

Tras lo de Túnez y Egipto, que pilló por sorpresa, los sátrapas árabes damnificados por el inoportuno despertar de sus súbditos han elegido la senda del fuego y el plomo para no correr la suerte de Ben Alí y Mubarak. Al iluminado libio le ha costado la reducción a la mitad de su reino, tras la partición de facto del país, con inciertas perspectivas tras esa intervención militar occidental que es pero no es. El yemení Al Saleh está al cabo de la calle, o eso parece, y en Bahréin acudieron al rescate los primos del Golfo y la cosa dejó de ser noticia.

¿Qué pasará con Al Asad? La clave está, tal vez, en cuánto tiempo aguantarán los policías masacrando a sus compatriotas. Dos diputados de Deraa ya han dimitido. Ojalá cunda el ejemplo y el régimen se disuelva solo. Entre tanto, y sin ayuda de nadie, qué lección, inmensa, nos están dando los sirios.