BELFAST. Un joven camina por la capital de Irlanda del Norte junto a un mural de los lealistas con el lema 'Preparados para la paz'. / AP
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El otoño del patriarca en Ballybinaby

El jefe del Estado Mayor del IRA, Thomas Murphy, sufre el acoso del fisco irlandés y una rebelión vecinal en su tradicional feudo republicano

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En la Cámara de los Lores, un unionista, lord Laird, ha señalado a varios miembros del IRA del sur de Armagh como los asesinos de Paul Quinn. Pero es aún más chocante que, en Cullyhanna, en el muro que circunda el monumento memorial a los miembros de la banda muertos desde 1973 en la comarca, alguien ha pintado: 'IRA asesinos', 'Traynors RIP'.

En esta región, las fuerzas de seguridad dejaron de patrullar por tierra en los setenta porque el riesgo de trampas y bombas era insoportable. Aquí, el IRA mantuvo sus últimos comandos operativos. Pero, ahora, tras proclamar su victoria en el proceso de paz, junto con su jefe del Estado Mayor, tiene problemas.

Los disgustos del jefe del IRA empezaron hace una semana. La Agencia de Recuperación de Beneficios del Delito -una rama de la Policía irlandesa- detuvo a Thomas Murphy cuando regresaba desde la ciudad fronteriza de Dundalk a su casa tras ver un partido de fútbol gaélico.

Murphy es el jefe del Estado Mayor del IRA y entró ayer en el Tribunal de Dundalk con el aire de un hombre corriente -«de buen carácter», según su abogado en la primera vista- que padece las consecuencias de algún desgraciado enredo burocrático. La sala es moderna, de líneas racionalistas, en blanco y caoba, y juez, abogados y público se sientan bajo la invocación del escudo nacional, la lira de Eire.

Thomas 'Tronco' Murphy llegó a su hora, se quitó la gorra de fieltro y se sentó. Calvo, los ojos pequeños y achinados, nariz de púgil, una boca pequeña en un rostro achatado y apariencia más vieja que su edad, 58 años. Llevaba una cazadora azul, camisa de rayas, corbata de color champán y pantalones beige. Excesiva claridad cromática en un día otoñal y lluvioso.

Quienes se sentaban con él eran la materia prima de un tribunal irlandés cualquier miércoles: hombres mayores que se metieron en algún altercado y tienen caras sonrosadas por el abuso de alcohol; chicas jóvenes que mienten al juez sobre sus planes y tienen la mirada y los labios de la muerte que te dan las drogas; chicos con cortes de pelo brutos y rostros al borde del retrato-robot, y, en la Irlanda de hoy, inevitablemente, un par de polacos.

Exotismo en el tribunal

Irlanda recibe a los emigrantes que han solicitado la nacionalidad rodeándoles de su chusma, así que la única persona exótica de la sala, una bella mujer africana con peinado rastafari, Solinga Hasan, subió la primera al estrado a jurar, como le pidió el juez: «Respeto a la Constitución y lealtad al Estado». Y, tras ser bienvenida a la ciudadanía irlandesa, cedió el turno a Murphy.

No abrió la boca. A los irlandeses acusados de fraude fiscal no se les pide lealtad al Estado. Su abogado dijo que acepta las condiciones de la libertad bajo fianza -vivir en casa de su hermana, depositar 20.000 euros y presentarse cada día en comisaría- y fijaron una nueva fecha para verse en los tribunales. Thomas Murphy, el granjero de Ballybinaby, enemigo público 'número uno' del Estado británico, se puso la gorra y el coche que le esperaba se lo llevó.

El Estado irlandés acusa a Murphy de no presentar declaración fiscal desde 1996 a 2004. El pronóstico es que recibirá una multa cuando el caso concluya, el año que viene. En Inglaterra, ya se ha requisado una inmobiliaria y varios polígonos de viviendas, que supuestamente también pertenecen a Murphy.

Para entender que sea tan rico un granjero en una tierra cuya fertilidad es mutilada por una lluvia bíblica hay que visitar Ballybinaby. Está situada en una comarca sinuosa de colinas, y valles breves y continuos. La frontera entre las dos Irlandas la atraviesa y la convierte en un lugar tradicional de contrabando. «Cientos y cientos de hombres y algunas mujeres hacen lo mismo», dice Jim McAllister, un ex dirigente de Sinn Fein, en su casa de Cullyhanna.

Muchos se dedican aquí al contrabando desde que existe la frontera, pero Thomas Murphy es el contrabandista más próspero. Su granja es un complejo de viviendas y de hangares por el que entran y salen camiones que llevan gasolina, cerdos, cigarrillos... todo aquello que deje un margen. Ayer parecía un escenario de guerra, con las excavadoras levantando la tierra para construir alguna cosa.

El soltero jefe del IRA ha vivido siempre en esta granja con un pie en Irlanda del Norte y el otro en el sur. Y la suma de las finanzas del contrabando y el poder de las armas de la banda en pos de una unidad de Irlanda que arruinaría su negocio le han convertido en el 'capo' de un estado paralelo que ya ni siquiera supervisan las torres de vigilancia desmanteladas por los británicos en la comarca.

El IRA es aquí la ley. Y quien la desobedece es 'ajusticiado': se le apalea, se le rompe algún hueso, se le deja inválido. Eso es lo que esperaba a Paul Quinn, de 21 años, que de vez en cuando conducía algún camión de los contrabandistas para ganarse malamente la vida. Era un tipo tirado para adelante en un lugar que no es bueno para los jóvenes. Dos amigos de Paul se suicidaron en los dos últimos años.

Justicia para Quinn

A Quinn le mató gente del IRA. Jim McAllister, que fue de Sinn Fein, que conoce a la familia Quinn desde hace años y se ha convertido en el portavoz de un movimiento vecinal pidiendo justicia, dice, mientras una luz gris entra en el salón de su casa a través del cortinaje espeso e ilumina el cabello de este hombre de 62 años, la breve estantería con libros gordos y el humo de sus cigarrillos, que el IRA ha cambiado. «En los viejos tiempos reclutaba a gente moral, pero luego ha aceptado a matones y eso sólo puede explicarse por la necesidad de algunos miembros prominentes de proteger sus emporios», se lamenta.

Puesto que la guerra acabó, con ella se fue el prestigio residual de los combatientes. Algunos jóvenes como Quinn no aceptan ya la chulería de los matones del supuestamente jubilado IRA en bares y clubes. Se sucedieron las peleas, hasta que, hace un mes, engañaron a Paul para ir a una granja del sur, donde veinte personas prepararon y llevaron a cabo durante media hora una paliza que le mató. Vestían uniformes blancos y no dejaron huellas. Eso, así y aquí, sólo lo hace el IRA, que no se ha disuelto aunque anunció la suspensión de todas sus actividades.