Elogio de la vulgaridad
Actualizado: GuardarDicen los que saben que la fiesta de la patrona ha pasado por altos y por bajos -sólo le conocí los bajos, dicho sea de paso- y que la devoción popular no siempre ha estado cerca de Santo Domingo. Dicen los que saben que la tradición del nardo es más reciente de lo que pensamos y que fue aquello de «nardos no cuestan dinero», que cantaba la de la calle de Alcalá, lo que motivó que fuera la flor escogida para adornar el paso de la Virgen del Rosario durante más de medio siglo. Toda una tradición.
Es por eso por lo que cada año me resulta más ridícula la llamada procesión cívica que tras el pontifical se empeñan en hacer una ofrenda a la virgen cuando ya no caben más nardos en el paso y cuando la misa ha terminado -porque una de las características de esta comitiva es que nunca llega a la misa-. Una procesión que cada vez tarda más en bajar la calle San Francisco por la edad de sus integrantes- lo del relevo generacional no lo tienen contemplado- y que incorporan a su repertorio musical cosas que nada tienen que ver con la patrona. Una procesión que va dando tumbos por la calle Nueva y que no tiene -para qué vamos a engañarnos- ningún sentido. En fin.
Cosas veredes, que decía el otro. Ganas de salir pitando, que dirían los demás. Porque cuando los perfiles son tan bajos y el nivel de satisfacción tan alto, corremos el riesgo de vulgarizar cualquier tradición y de distorsionar la imagen que nos devuelve el espejo.
No todo tiene por qué ser tan cutre. Ya lo dijo Carmen Lomana, «es fundamental para sobrevivir al día a día fotografiar los zapatos y poner la foto en su caja correspondiente». Pues va a ser por eso.