Opinion

donde hay un sueño

Un amigo al que quiero profundamente me enseñó esta frase, que llegó a convertirse en uno de mis lemas vitales: «Donde hay un sueño, hay un camino». En estos últimos días lo he vuelto a experimentar.

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Alguna vez ya comenté en mis columnas que el fondo de escritorio de mi ordenador reproducía una fotografía de Santorini. Sobre la superficie de un mar turquesa, las paredes encaladas y la cúpula pintada de azul de un templo ortodoxo. Esta instantánea, pirateada de alguna revista de viajes, era la estampa fiel de uno de mis sueños más acariciados, el antojo que me ha acompañado durante decenas de años: conocer Grecia.

Como hay personas enamoradas de las pirámides faraónicas, o quienes mueren por las sábanas africanas punteadas de ceibas y jirafas, mi ilusión era recorrer alguna isla del Egeo, contemplar con mis ojos el espejo pulido por donde navegaron los inquietos griegos, esos que inventaron nuestra cultura y nuestro modo de mirar y de sentir.

Tener esa imagen de Santorini en la pantalla que miro cada día, era un modo de mantenerme a la expectativa, de mostrarme dispuesta a sustentar una quimera y a creer en ella. Era como renovar continuamente una promesa conmigo misma.

Esta mañana he cambiado la instantánea robada por una más modesta, menos nítida, con un encuadre peor, pero tomada por mí en el mismo lugar. Los sueños se cumplen, si uno insiste en buscar el camino que nos conduce a ellos. Eso aprendí hace tiempo y lo corroboro hoy.

Quien dice Grecia dice cualquier otra apetencia, cualquier otra esperanza. Lo importante es creer en que es posible lograr los sueños. Porque los sueños están hechos para eso: para tocarlos con las manos a la primera ocasión.