Alejandro Valverde celebra su victoria en San Sebastián. / efe

Valverde conecta San Sebastián con el mundo

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Si no hubiese un corredor como Alejandro Valverde habría que inventarlo. Lo mismo se podría decir de Purito Rodríguez. Son ciclistas que han salido de un molde especial, único, que convierten las carreras en un espectáculo, que hacen del ciclismo un deporte distinto.

Los kilómetros finales, los que conducían desde Bordako Tontorra hasta la meta, en los que Valverde se gustó a sí mismo volviendo a ganar en el Boulevard, hacen de la Clásica de San Sebastián un reto que parece no tener fin.

Cuando el pelotón afrontaba los kilómetros finales de la carrera que llevaban a Bordako Tontorra daba la impresión de que se iba metiendo en el túnel del tiempo, en una carretera sinuosa, estrecha, cubierta de árboles que conducía a una agonía que no hay muchos ciclistas capaces de soportar a nivel mundial.

Son repechos que conducen a otros más sinuosos, que parecen ofrecer un descanso que se convierte en una invitación para seguir sufriendo. Esa subida, inédita en el ciclismo vasco, resulta interminable.

Se parece, salvando todas las distancias que se quieran, al Mortirolo en que no se ve lo que hay más arriba. Es una carretera cerrada. Lo conocían la mayoría de ciclistas porque lo habían visto entrenando, lo que puede ser una ventaja o una desventaja, dependiendo de cómo trabaje la mente de cada uno.

No es lo mismo afrontar una subida que te permite ver algo de lo que tienes delante para oxigenarte mentalmente que meterse en una especie de tubo que te va retorciendo las piernas y el alma, todo a la vez. Una combinación que te lleva a zambullirte en un mar de dudas.

Kolobnev hizo de lanzadera para Purito. Mikel Nieve daría la primera alegría a los miles de seguidores que se habían concentrado en esos dos kilómetros al atacar a falta de ocho kilómetros, para coger a Kolobnev y luego dejarle. Fue valiente el leizatarra en una ascensión de fuerza que también requería una cierta explosividad.

Mano a mano de los mejores

Todo se fundió cuando Purito y Valverde aparecieron desde dentro de las tripas del pelotón. Esperaron el momento, en los ochocientos metros finales, para irse hacia arriba y jugase el triunfo. Hay que saber aguantar. Los dos se iban marcando, los dos tenía muchas ruedas vigilándoles. Todos sabían que iba a atacar, pero nadie les siguió.

Hablaron. Valverde le dijo a su hermano siamés ciclista -se han visto tantas veces juntos disputando carreras que ya saben hasta cómo respiran-: «Vamos juntos y hacemos primero y segundo». Purito, estando bien, no estaba súper. «Tenía las piernas hinchadas. Ataqué en la parte final, cogí unos metros. Sabía que podía llegar», dijo Valverde, que voló.

Es uno de esos ciclistas a los que no se les puede dar un metros de ventaja. No perdonó. Se recreó bajando Igeldo, por el paseo de La Concha, ante miles de gargantas que le animaban. Y no falló. Realizó una exhibición, seguido por Bauke Mollema, Purito Rodríguez y Nieve.

La caída de Adam Yates bajando Igeldo dejó ese grupo perseguidor sin un componente importante. Haimar Zubeldia volvió a estar con los mejores a base de medir sus esfuerzos. Valverde volvía a ganar en San Sebastián, como hace seis años, en un final ideal para él, en el que cuentan más que la táctica de los equipos, los ataques de otros corredores, lo que vale realmente un ciclista.

En un mano a mano, los mejores pueden explotar con más intensidad sus condiciones. Y eso es lo que le pasó a Valverde, que no quiso correr ningún riesgo con una llegada en grupo. Venció a lo grande, en una de esa victorias que conectan San Sebastián con el mundo, que colocan a esta ciudad en un primer plano mundial.

Txurruka avivó la carrera

En Valverde no hay término medio. O gana haciendo una exhibición o se estrella por un error de cálculo. Lleva tantos años en la cima, venciendo, que da la impresión que cuando no gana no sirve para nada. Dicen que del segundo no se acuerda nadie, salvo que ese segundo, o el cuarto haya peleado una carrera hasta el final.

Hubo otro protagonista, Amets Txurruka, escapado durante 130 kilómetros, que avivó la carrera, le dio vida en kilómetros que parecían interminables, con un final que no evitó que hubiese movimiento en la segunda pasada por Jaizkibel, en Arkale. No fue una clásica contemplativa, de las de la libro. Cuando después de 219 kilómetros la media horaria llega a los 39,712 kilómetros quiere decir que ha rodado fuerte.

Movistar controló muy bien los intentos de fuga. Tenía hombres para la parte final, una vez pasada la meta por primera vez, lo mismo que Katusha, que el Sky. Había que dejar a quienes se iban a jugar la Clásica en las mejores condiciones posibles y les dejaron. Luego se abriría un cielo de estrellas del que surgirían los protagonistas de la Clásica del cambio. En la prueba faltaba José Luis Irastorza, el ordiziarra fallecido hace unos meses, inseparable de José Luis Sanz, con quien vivimos muchas Clásicas dentro de un coche que parece una jaula de grillos. La felicidad nunca es completa.