Relato de verano

La orilla del mar

La imagen del mar la tranquilizó. Eva clavó la mirada en aquella inmensidad de agua y su cabeza se vació de pensamientos negativos

MADRID Actualizado: Guardar
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La imagen del mar la tranquilizó. Eva clavó la mirada en aquella inmensidad de agua y su cabeza se vació de pensamientos negativos. Avanzó despacio hacia la arena y una pequeña sonrisa esbozada en los labios traducía su repentina sensación de bienestar. Antes de llegar a la arena, en el paseo, había unos bancos de metal. Eva se sentó. Sacó un cigarrillo y, sin dejar de mirar el mar, lo encendió. La primer calada acercó a su cabeza un recuerdo de la infancia.

Era pequeña. Muy temprano, salía de casa de la mano del padre. La madre iba a su lado. El padre siempre llevaba una pequeña bolsa de viaje en la otra mano. Se colocaban en el arcén de la carretera que salía del pueblo y esperaban a que llegara el autocar. El padre siempre subía el primero para pagar el billete de los tres. Eva veía el mundo pasar rápido a través de la ventanilla del autocar. En los viajes, ella nunca hablaba con nadie. No perdía detalle de las cosas que la vida le descubría. Antes de llegar al destino, y después de una curva muy cerrada, desde su asiento en el autocar se veía el mar. La primera vez que Eva dio esa curva quedó sin respiración y se puso a llorar. Nunca había visto algo igual... Los días de playa que siguieron a aquel primero la emoción se mantenía, aunque ya no la hacía llorar.

Sentada en el banco, volvía a sentir aquella emoción primera. Era como volver a descubrir algo que había olvidado. Como si la sensación de ver el mar la golpeara por primera vez, otra vez. Con los ojos cargados de lágrimas miró con atención hacia la playa. Decenes de personas estaban en la arena. Unas jugaban, otras leían, otras simplemente tomaban el sol; algunas se acercaban hasta el agua para bañarse. Todas parecían felices. El bullicio confuso de palabras y risas llegaba hasta sus oídos provocándole una leve sensación de aturdimiento. Miró con atención a una pareja que jugaba con una niña pequeña.

Después de un tiempo sentada al sol jugando con la arena, el padre siempre la llevaba hasta la orilla del mar. Caminaban de la mano con los pies metidos en el agua. Después salían del agua fría y caminaban por la arena caliente. El mar siempre dejaba en algunas zonas pozas de agua estancada. Cuando encontraban una, el padre levantaba a Eva por la cintura y, sin soltarla, la metía en la poza. Eva chapoteaba con los pies y con las manos y se reía. Después del baño volvían con la madre. Eva siempre se tiraba a abrazarla, mojándola, ante la risa del padre. Cuando volvían a las toallas, la madre ya tenía preparados unos bocadillos de tortilla, de carne empanada o, para Eva, de jamón de York y queso.

Las lágrimas circulaban por la cara de Eva camino del cuello. Dio otra calada larga al cigarro.

Al terminar de comer el padre volvía a cogerla de la mano y la llevaba, depués de ponerle unas sandalias de plástico azul, a la zona de las rocas. La primera vez que en uno de estos paseos Eva vio un cangrejo se asustó mucho y se echó llorando a los brazos del padre. Los siguientes días ya se reía viendo a los cangrejos correr de lado. El padre le hablaba de todos los bichos que iban viendo.

«¿Qué le pasará a mamá?» –se preguntó Eva volviendo bruscamente a la realidad. La imagen de la cama grande de madera apolillada en la habitación oscura de la casa del pueblo y la madre echada sin poder moverse volvió a ocupar su cabeza. Miró el reloj que presidía el paseo marítimo. Todavía eran las doce y cuarto. Tiró la colilla del cigarro al suelo y la apagó con el pie. «Seguro que no es nada. En estos momentos ya estará mejor. Papá cuida de ella...» –intentó tranquilizarse. Decidió avanzar un poco más hacia el centro de la ciudad paseando por la playa. Se descalzó, remangó los pantalones y, cogiendo los playeros con la mano derecha, se metió en la arena. Cruzó la playa en línea recta, esquivando a las personas que tomaban el sol, hasta que llegó a la orilla del mar. Se agachó y metió la mano en el agua. Estaba fría. Decidió meter los pies y avanzar caminando por el mar hasta la salida de la playa. Los niños jugaban en la orilla, cortando la respiración de Eva cada vez que el agua salpicaba su espalda. Con el alboroto de los niños en la cabeza, Eva avanzaba con la mirada clavada en la arena. La gente reía y parecía feliz. Eva no entendía por qué para todo el mundo todo parecía tan fácil. Sentía envidia de la aparente felicidad de la gente. Turbada, miró sus pies. El agua hacía círculos alrededor de ellos devolviéndole su imagen desfigurada: «¿Algún día vas a ser tú así de feliz?» –le pareció que le preguntaba su reflejo.

Eva levantó la cabeza. No pensó la respuesta.