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FÁBRICA DE MAMPUESTOS

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Admiro los trabajos de mampostería. Esas fábricas arquitectónicas en las que se utiliza el deforme mampuesto, justo para conseguir que se acoplen mejor en la obra de un tapial o de un paramento portante. Obras hechas colocando y ajustando piedras sin sujeción a determinado orden de hiladas o tamaños, sin sujeción a escuadra ni recurriendo a la argamasa. Responden a ágiles pautas intuitivas del habilidoso mampostero, oficiante en ese rito de edificación adusta, que elige en un instante vertiginoso cada piedra para buscarle su encaje entre el colectivo de mampuestos.

Visitando hace unos días mi Parroquia del Rosario, me impactó la armonía de la Iglesia con su sacristía y demás estancias auxiliares. Cuidadas con esmero preciosista, dan testimonio de la voluntad irrenunciable del barroco por llamar la atención. Su verbo elocuente, desde el hispalense hasta el tirolés, nunca recurrió a la mampostería, o de hacerlo lo enfoscó para eludir todo riesgo de interpretación, toda deriva hacia el aparente desorden. Observo allí que debiera resultar en mí anómalo mi devoción a la mampostería, nacido y criado en la armonía barroca excepcional de Cádiz, más aún habiendo sido bautizado allí y así habiéndoseme introducido al catolicismo y sus legados a través de esa joya, compendio de habilidades artesanales, todas ellas frutos de la ultimación, del estucado, del revoque, del lacado, de la talla, del sillar y el sobredorado; todas ellas de marcada elocuencia plástica, y concluyo que esa presunta anomalía es debida al estilo de vida que me he visto felizmente obligado a vivir. La vida del ajetreo y la peripecia esencial y existencial, densa y hermosa, feliz, pero exigente con los compromisos ineludibles para con las labores de parto que suponen el respetar los valores y principios universales.

La vida es una obra de mampostería; un decurso habilidoso que nos obliga a ir encajando cada mampuesto con presteza y tacto, con rectitud de carácter y concilio con el bien y la belleza, sin que ello desprecie a ningún otro canon de belleza o armonía, ya que todos ellos, desde el uso del portentoso adobe hasta el apaño del sillarejo, tienen la vocación de edificar, de ser edificantes. No existe ninguna educación, ningún educador, ninguna civilización, ninguna atmósfera cultural que propicie la destrucción, que tenga como doctrina el aniquilamiento del equilibrio, el desdén a la armonía. Existen, eso sí, periodos de enajenación colectiva transitoria, fases de ceguera y ofuscación, tránsitos de sombra que hacen temblar cualquier fábrica, desde las de ladrillo de horno de gavilla a las de pórtico romano.

Por licenciosa similitud, el mejor edificio social, como preconiza el Prof. Enrique Rojas, eminente psiquiatra, es aquel que se construye con los valores arquitectónicos de la alegría, la amistad, la integridad y la solidaridad, prodigios de la integración civilizacional, habilidades emocionales de la albañilería espiritual mayestática.