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Una ciudad de mentira

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Para una de las cosas que nos gustaban de Cádiz, y la quitan cuando -dicen- mira todo el mundo. Resulta que esta ciudad, tan pagada de sí misma los días pares y tan acomplejada los restantes, analizada mil veces por segundo en artículos como éste, escritos por iletrados, tiene unas pocas virtudes objetivas.

A saber. Carece de unifamiliares y adosados. Los barrios pijos y los poligoneros estamos tan cerca que resulta imposible distinguirlos. «En esta ciudad no hay zonas bien, ni gente bien», dijo uno de los periodistas más imbéciles llegados a la ciudad en años.

Venía de Córdoba. Por supuesto, ya se marchó. Un triunfo más de la resistencia pasiva del oriundo. No sabía aquel sociólogo aficionado que para muchos es un orgullo.

Otra gran ventaja, demostrable, de la ciudad es que no tiene feria. Es la única capital de provincia andaluza quepuede proclamar ese presunto logro.

Los farolillos no tienen nada de malo. Pero como ese ritual pagano tiene algo de clasificador (casetas), es preferible la anarquía del Carnaval. Todos en la misma calle, mestizos por obligación, en un intercambio de palabras nuevas cada febrero, en vez de las mismas sevillanas cada primavera.

La tercera virtud de la gaditanología es la ausencia de una plaza de toros. Es la que viene a cuento hoy. Además de ser la única capital andaluza que puede presumir de tal situación, apenas quedan aficionados. Los demás vecinos podemos decir que, al menos aquí, sólo se matan animales en naves industriales y para despacharlos en el mercado, sin exhibición previa.

Los taurinos en Cádiz son pocos y mayores. Hubo gran afición, pero ha menguado a gran velocidad. La ciudad es, por tanto, ataurina. Ni anti, ni pro. Por eso, es chocante que el rodaje que desde ya toma el centro vaya a tener como argumento principal de sus escenas un encierro. Esa ironía deja dos opciones.

Por un lado, puede que algún espectador avispado, en cualquier rincón del mundo, se moleste en averiguar en qué sitio fueron rodadas. Si lo consigue, llegará a la errónea conclusión de que en ese lugar (Cádiz) los mozos tienen costumbre de correr perseguidos por astados y cunde la pasión por lo taurino.

Sería una pequeña confusión. Nadie puede exigirle a un espectador polaco que distinga rituales de dos poblaciones andaluzas cuando nosotros somos incapaces de señalar Varsovia en un mapa.

Al fin y al cabo, será una alteración diminuta. Excepto para los gaditanos, será intrascendente para el resto de espectadores. Precisamente, esta sensación abre la segunda posibilidad.

Un amigo dice que nadie sabe en qué sitio se graba cada escena de una película. Las ciudades que acogen las grabaciones (a no ser que sean muy reconocibles por algún monumento, paisaje o edificio) son indistinguibles para millones de espectadores del mundo.

Salvo ese puñado de frikis (al que pertenezco) que se queda sentado en el cine para ver los créditos hasta el final, el resto de los mortales (el 99% de los que la vean) no reparará en que una escena concreta se ha rodado en un sitio determinado. El presunto spot publicitario, por tanto, no funciona como tal y el mayor de los argumentos a favor de este tipo de iniciativas queda en cuestión.

En suma, si un espectador neozelandés o surafricano se molesta en saber que ese encierro fue rodado en una pequeña y perdida ciudad del sur de España llamada Cádiz, se llevará una impresión taurina equivocada, que jamás podría renovar en una visita. Si, por el contrario, pertenece a ese 99% de espectadores que nunca sabrá dónde se rodó, cabe pensar que la supuesta potencia publicitaria del cine para promocionar lugares de rodaje es un relativo camelo.

A no ser, claro, que aparezca un cartel grande al inicio de la escena, en el montaje final, que ponga eso de «Cádiz. Southern Spain». En ese caso, sí cabe pensar en un efecto publicitario. Al ver ese gran texto, muchos, en alguna sala de esta ciudad, sentirán un orgullo desaforado (del tipo «aquí hay que morir», «no todo el mundo puede nacer aquí» o «esto es lo mejor»). Dos o tres filas más atrás habrá otros, vecinos ocasionales, que al contemplar el rótulo pensarán («qué asco», «claro, cualquier cosa menos trabajar», «qué bajunos son»).

A ver si a los de uno y otro sector, a los que ensalzan o desprecian a la gente por el involuntario hecho de nacer en un sitio, les dejan encerrados para siempre con la luz apagada.

Al resto, a los que viven o trabajan en el centro, que les sea leve. Que la productora deje el kilo de euros en el mostrador, moleste lo menos posible, se vaya pronto y aporte la promoción que sea, incluso llena de tópicos y errores.