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La actriz que usaba chaleco antibalas

La dramaturga colombiana Patricia Ariza, que recibió ayer el homenaje del FIT, dedicó su discurso de agradecimiento a recordar la situación crítica de las comunidades indígenas

CÁDIZ Actualizado: Guardar
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De ella escribió Eduardo Galeano: «Cuando el telón caía, al fin de cada noche, Patricia Ariza, marcada para morir, cerraba los ojos. En silencio agradecía los aplausos del público y también agradecía otro día de vida burlando a la muerte». El delito de Ariza era ser de izquierdas en la Colombia de los 70. «Pensar y vivir en rojo», según explica el escritor uruguayo en El libro de los abrazos. Son crímenes que no prescriben, a tenor de un informe policial reciente, filtrado a la prensa, en la que se la acusa de «hippie, nadaísta y posible subversiva». Por menos de eso, en la democrática Colombia, «garante de los derechos humanos», algún líder social ha acabado con dos tiros en la nuca. Lo recordaron algunos de sus compatriotas ayer, después de romperse las manos aplaudiendo en el homenaje que le rindió el FIT.

Lucy Bolaño, directora de La Máscara de Cali, recurrió también en su glosa a la significativa anécdota en la que Galeano logró encerrar el espíritu de lucha de la actriz. Contó que un día Ariza tuvo que comprarse un chaleco antibalas para pasearse por las calles de Bogotá. Que el armatoste era gris y feo, así que le cosió unas lentejuelas primero, y unas flores de trapo después. Que el miedo era tanto que llegó un momento en que no se lo quitaba ni para subir al escenario. Contó que firmó una gira por Europa y decidió regalarle el chaleco a un campesino llamado Julio Cañón, cuya familia entera había sido minuciosamente asesinada por la oligarquía. Y que el hombre, muy digno, le dijo: «Yo no me pongo cosas de mujeres». Así que Patricia le arrancó las lentejuelas, y las flores, y devolvió a la prenda su tristeza original. El campesino aceptó el regalo. Esa noche misma lo acribillaron a balazos. Con el chaleco puesto.

La historia de Ariza es la historia de una entrega absoluta al arte, entendido como un doble compromiso: con una serie de «intocables» principios creativos y con la gente. O, mejor dicho, «con el pueblo». Porque no le parecía honesto hablar de sí misma, la actriz, dramaturga y poetisa, dedicó su discurso de agradecimiento a las comunidades indígenas de su país y a sus dos compañías de teatro por excelencia, La Candelaria y Rapsoda.

La homenajeada denunció la situación difícil por la que atraviesan los campesinos, «un caos provocado por las autoridades latifundistas asociadas con el narcotráfico, que quieren robarles las tierras para obtener gasolina por vía de los biocombustibles».

Para Ariza, «es evidente» que la Constitución colombiana de 1991 «está siendo coartada y acomodada» en beneficio de los grandes y en perjuicio de los pequeños.

Siempre con una actitud crítica, cualidad que fue destacada ayer por muchos de sus compañeros, la dramaturga colombiana recordó las palabras del maestro Atahualpa del Cioppo, Enrique Buenaventura, sobre los deberes del artista: «Un creador no puede quedarse en el mero hecho cultural, sino que debe ser un filósofo, una persona con un pensamiento propio».

Para finalizar, se reafirmó en su empeño de no dar nunca su brazo a torcer. «Y menos el izquierdo».