A DÚO. Carlos Giménez, presentado por el dibujante gaditano Carlos Pacheco, ayer en la UCA. / N. R.
Cultura

Pintor de verdades

El dibujante Carlos Giménez, autor de 'Paracuellos' y pionero del cómic realista en España, participó ayer en las Presencias Literarias de la UCA

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«¿Conocéis a algún recluta que sepa dibujar?», preguntó el sargento. «Sí, pero está arrestado», le respondió un cabo. Al día siguiente, después de que Carlos Giménez le perfilara con maestría algunos planos, el sargento volvió interesarse por la suerte del chaval. «Anda otra vez en el calabozo», le informó su superior inmediato. A partir de entonces llamaban «el preso» a aquel soldado simpático y campechano, «con tendencia a meterse en líos», que lucía una habilidad magistral para todo lo que requiriera de un lápiz, papel y algo de pulso.

Carlos Giménez ya había descubierto que sus aptitudes podían sacarle de más de un embrollo. De pequeño, en los colegios del Auxilio Social, se aferró al dibujo como a la tabla de un náufrago. Cuando tenía cinco años años ingresó en la institución franquista, y no pudo abandonarla hasta los quince. En aquella España «absurda, gris y violenta», los niños navegaban entre las coloridas páginas de los tebeos para evadirse de la sucia realidad cotidiana. «El cómic era una moneda de cambio, pero también un signo de poder». Así que Giménez lo tuvo claro: «A mis compañeros les reconocía que pensaba dedicarme a esto, pero a los mayores les decía que yo iba para médico, porque sonaba un poquito más formal».

Para toda una generación de dibujantes, Carlos Giménez -que participó ayer en las Presencias Literarias de la UCA presentado por Carlos Pacheco- es un pionero, imitado hasta la saciedad, cuya obra referencial, Paracuellos, aún no ha sido superada, ni por la intensidad de las emociones que desata ni por el valor estético intrínseco de un arte que comenzaba entonces a reivindicarse como tal.

Para alcanzar la condición de maestro, Carlos tuvo que pasar por un verdadero calvario personal y profesional. Fue aprendiz en un taller de artesanía hasta que el padre de un amigo del barrio, que trabajaba en una editorial, le consiguió una prueba con López Blanco. Cobraba 200 pesetas a la semana. De ahí, a finales de los 60, dio el salto a Barcelona, «donde todo era mucho más moderno, los dibujantes tenían moto, ligaban con las extranjeras y hacían la tarea siempre a última hora». En plena época hippy, Giménez comenzó a interesarse más por los aspectos narrativos que por los puramente técnicos de las historietas. «Si quería dibujar a un niño con hambre, entendí que tenía que aprender a representar el hambre con una galería completa de gestos, muecas y expresiones: necesitaba que mis personajes fueran actores completos», explicó.

Entre juerga y juerga - «más de una vez acabamos en Comisaría», reconoció ayer-, el dibujante decidió que quería dedicarse a un tipo de historieta política, comprometida, que no evitara la carga social. Así que, sin saber siquiera si las publicaría, comenzó a elaborar sus propios guiones y a dotarlos de contenido. «Tenía que pedir dinero a mis amigos para sobrevivir, porque aquellas historias no tenían salida, pero yo seguía insistiendo e insistiendo». Después llegó Paracuellos. «Puede que ahora se considere un referente, y es cierto que es la obra que más satisfacciones me ha reportado, pero entonces no la quiso nadie». Deambuló de editorial en editorial, mendigando una oportunidad, hasta que consiguió que una imprenta, «prácticamente con los retales que les sobraba de papel y de cara a justificar alguna subvención», colocara en el mercado una versión «mínima» de Paracuellos.

Estaba «prácticamente resignado» al corto recorrido de la serie, cuando una revista francesa le propuso editarla por capítulos. Fue el inicio del boom. «Creo que la clave del éxito de Paracuellos es que todo lo que cuento ahí es verdad -explicó-, y la verdad llega a los lectores más y mejor que cualquier invento».

dperez@lavozdigital.es