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Difícil de digerir

Si a estas alturas de la Navidad no ha ingerido aún alguna tableta de Almax, una de dos: o usted no tiene familia o se lleva mal con los compañeros de trabajo.

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Pero esto ya no es lo que era, antes se disfrutaba comiendo, ahora se engulle con displicencia, mientras se conversa sobre lo mal que nos sienta todo y lo oligofantastica que es la soja. La gente dice que muere por unas verduritas rehogadas, pero estamos más gordos que nunca, el personal echa pestes de las comidas, pero no deja ni los picos en la panera. Nunca hemos comido más y mejor pero, paradójicamente, tampoco nunca hemos disfrutado menos con la comida.

No siempre ha sido así. En los ochenta quien no tenía colesterol no era nadie. Tenerlo alto significaba que uno iba sobrado de chuletones de ternera, de marisco y con la de Ubrique hasta los bordes para tapear sin desmayo. En suma, tener colesterol era índice del nivel económico del sujeto.

Sin embargo, la radio, la tele o el suplemento dominical, nos empezaron a hablar de arteriosclerosis, de cateterismos y la satisfacción inicial se trocó en miedo. Con el fanatismo de los conversos le declaramos la guerra a la grasa y nos convertimos a la vida sana, nació la dieta mediterránea.

Las empresas de alimentación lo vieron sobre la marcha y al día de hoy lo que de verdad cuesta caro no es comerse un solomillo de buey, sino comprar para no comer. Quien pretenda comer sano debe estar dispuesto a gastarse una pasta desde el desayuno a la cena: calcio, omega tres, pan integral con hierba diurética, agua mineral a tutiplén, ensalada envasada de canónigos y otros rastrojos finos y cualquier cosa a la plancha con aceite de oliva, virgen extra por supuesto, constituyen el arsenal imprescindible de una alimentación saludable.

Conocemos las propiedades digestivas del kiwi, hemos incorporado la princess a la unidad familiar y nos hemos convertido en expertos nutricionistas, pero seguimos muriendo por un par de huevos fritos con patatas, aunque sean deconstruidos.