EL MAESTRO LIENDRE

Ahora sí: Aduana, no

Unos 3.000 gaditanos han conseguido presentar su opinión como mayoritaria. A los demás, nadie les representa

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Quién decía que 2009 iba a ser un calvario, un año negro que pasaríamos apartando parados para caminar por la calle, ansiando las uvas del siguiente como el perdido en el desierto sueña una cantimplora? Han bastado dos semanas y, sin necesidad de que proclamen a Obama como gran esperanza negra, ha llegado ese notición que, por lo visto, debe llenar al gaditano de satisfacción, ilusión y ánimo: la Aduana sobrevivirá. Ese empeño que ha movilizado a unos 3.000 ciudadanos ha tenido un final feliz para los que firmaron un escrito que solicitaba el indulto para su proyectado derribo.

Vaya por delante la certeza, carente de ironía, de que muchos de los que apoyaron esa iniciativa ciudadana tienen el único empeño de conservar intacto un edificio que, consideran, tiene el valor que sea para la ciudad. Pero quede bien claro que, igualmente, otros vecinos tenemos el mismo derecho a opinar (a riesgo de ser difamados, eso sí) que su derribo sería conveniente, que ese edificio nos importa un comino y que su desaparición está lejos de suponer una merma para Cádiz, sobre todo, porque creemos que los beneficios del proyecto de la Plaza de Sevilla, obstaculizado por ese inmueble, superan con mucho el presunto daño que causaría su desaparición.

Algunos, sólo algunos, de los que han liderado esa especie de movimiento (y nunca todos sus firmantes) tienen un solo interés conservacionista, el de perpetuar los privilegios que tenían en la época en la que se construyó el edificio, hace, más o menos, medio siglo. Calculen. Su empeño (el de esos pocos líderes) en dejar la Aduana intacta tiene, como única razón lógica, mantener una parte de la ciudad con el mismo aspecto de la época en que se construyó y que ellos tanto echan de menos. Incluso, han recibido el apoyo de un intrascendente sector de la prensa local que no tiene cojones de competir vendiendo periódicos y atesora como méritos el descubrimiento de los cubos de mierda voladores o el hallazgo inaudito, aunque todo el mundo lo conocía, de que el pan integral tiene las mismas calorías que el blanco. Más allá de esos presuntos fascistoides gacetilleros de patinillo, que tienen como norma escribir al dictado de papá, nadie comprende bien la decisión de la Junta, puesto que ningún criterio la sostiene.

Cuando se habla de patrimonio histórico se comprende que una parte de la población tiene un cierto vínculo con el edificio. Bien cultural, asociado a la memoria colectiva o a un acontecimiento señalado. Que se sepa, más allá de las pocas decenas de personas que han tenido la desgracia (según sus quejas por las instalaciones) de trabajar allí, nadie tiene el menor apego a ese edificio. Para la mayoría de los gaditanos, no ha servido más que para ocultar alguna micción, algún coito y algún estacionamiento clandestino, cuando la ciudad está infestada por ser Carnaval, Semana Santa, Navidad o acoger alguna regata. Pregunten en su entorno, a ver si alguien más tiene otra experiencia relacionada con ese «imprescindible» inmueble. A ver si alguien lo aprecia.

Otro criterio que podría utilizarse es el de la comparación. Resulta que algunos edificios que sí tienen un incuestionable protagonismo histórico en la ciudad (con más de un siglo de construcción en el más joven de los casos) carecen de esa protección a la que, por tanto, le falta la menor seriedad. Si el Ayuntamiento (con cuatro siglos de vida), el Palacio de la Aduana (el de verdad, el que acoge la Diputación) o el Teatro Falla (con toneladas de vínculos sentimentales por más que joda a las élites bienpensantes de la ciudad) no están en ese catálogo, para muchos de nosotros tiene el mismo valor que el que publica Ikea dos veces por año.

Unos tienen derecho a pedir que se mantenga y otros, a reclamar que se tire. El que tiene que decidir, el árbitro, es el que ha quedado como Cagancho. La Junta de Andalucía, con su delegada de Cultura al frente, es la que ha tomado la decisión. Si lo ha hecho por no escuchar a esos 3.000 firmantes, resulta patético comprobar en manos de quién estamos. Si lo ha hecho por poner un palito más en las ruedas de la Plaza de Sevilla, resulta patético comprobar en manos de quién estamos.

El quid de la cuestión, la diferencia entre los que quieren que el edificio sobreviva y los que aspiran a dejar de verlo, es la organización. Los conservacionistas se agruparon, recogieron firmas y consiguieron presentar su criterio como legítima opinión popular. Los que confiábamos en ver esa plaza despejada, consagrada a mejorar las comunicaciones cotidianas de los gaditanos, nos encomendamos a que las administraciones nos representarían, mantendrían lo pactado, primarían las prioridades. Para eso las elegimos. Pero no. La Junta se ha asustado. Primero autorizó su derribo, luego lo impide un papelón que demuestra que no sabe dónde tiene la mano derecha en Cádiz. Si cree que ha ganado algún voto entre los firmantes de ese documento, es que no sabe por dónde le viene el viento.

La conclusión final es que un partido que se apellida socialista ha sido incapaz de soportar la presión de una clase dominante, de reivindicar los intereses de la gente corriente de Cádiz. Esa gente está formada por los trabajadores por cuenta ajena, por los funcionarios de base, por los estudiantes y las amas de casa sin fundamentalistas bajo su techo, por todos esos que necesitan que las obras proporcionen mejores comunicaciones por tren, autobús, automóvil y catamarán.

A todos esos, no les han hecho ni caso, quizás porque no firman más que letras. Como dice un amigo, en Cádiz cada vez queda menos gente normal. Como en todas las zonas subdesarrolladas, las clases medias están aplastadas, en extinción. Por un lado, los angangos y los talibanes de Cádiz, Carnaval y Capilleo. Por otro lado, los de casinos y academias, los apellidos con preposición, las élites intelectuales de izquierdas y derechas, aferradas a su despacho institucional o universitario. Entre los dos extremos, los restantes, a los que nadie representa, a los que nadie pide opinión más que cada cuatro años.

Iguala la Junta tiene razón. Esa gente normal cada vez escasea más en Cádiz. Simplemente, se está marchando, espantada. Cuando vaya a coger el tren, pasará por la vergonzante Plaza de Sevilla, contemplará la presuntamente majestuosa fachada de la Aduana y lo comprenderá todo camino del andén.