Balas

Ahora, cuando siento en mis oídos el silbo de las balas en medio de las refriegas cotidianas, me acuerdo de Rivilla y aquel desatendido consejo del ‘no te agaches’

«Rivilla, no te agaches, que la que venga por ti no hay quien te la quite». Cien veces lo escuché repetir esto, a manera de adagio feliz a fuer de avinagrado, a Sebastián Rivilla, o Revilla, porque ni siquiera él tuvo nunca clara la forma correcta de su apellido.

A Sebastián le cayó en suerte cumplir el servicio militar durante la época convulsa de la guerra de África, cuando los herederos de aquel Imperio en el que no se ponía el sol trataban de mantener la farsa de continuar siendo una potencia colonial en el patio trasero de las hostiles tierras del Rif, mientras las modernas naciones europeas se repartían entre ellas el pastel de las materias primas de aquel esquilmado continente.

Sebastián Rivilla, o Revilla, que en esto ni él mismo logró nunca ponerse de acuerdo, se llevó, según su propia confesión, toda aquella etapa de disparatada beligerancia sumido en una ininterrumpida melopea. Me contó cómo, a consecuencia de este estado permanente de embriaguez, en cierta ocasión erró su camino de vuelta a su batallón y estuvo a punto de meterse de cabeza en las líneas enemigas. Suerte para él que se tropezó con unos veteranos que le advirtieron de la necesidad de torcer el rumbo. En realidad, Sebastián, salvo breves paréntesis de contrición voluntaria rápidamente superados, convirtió toda su vida en un perenne episodio de ebriedad, desde su más tierna juventud hasta los casi noventa años que logró mantenerse vivo en aquella larga y desaforada lucha contra los alcoholes baratos.

Aquella advertencia del ‘no te agaches’ salía de labios de su capitán cada vez que arreciaba el fuego enemigo y Rivilla optaba por esconder la cabeza dentro de la trinchera, confiando ilusamente que era la mejor forma de salvar su pellejo de recluta beodo convertido por su propio país en carne de cañón. Por el tono irónico con que Sebastián la revivía no me pareció que hiciera de aquella reiterada consigna militar un principio existencial para el resto de su vida. Continuó poniendo la cabeza a salvo de las balas mediante la estrategia instintiva de mantenerla sumergida bajo toda clase de licores, a un ritmo de dos tajones diarios, sin enfrentarse nunca a pecho descubierto a las exigencias del vivir.

Ahora, cuando siento en mis oídos el silbo de las balas en medio de las refriegas cotidianas, me acuerdo de Rivilla y aquel desatendido consejo del ‘no te agaches’, seguido de la coletilla estoica del ‘que la que venga por ti no hay quien te la quite’. El temeroso impulso natural de todo animal vivo me lleva a esconder la cabeza a la espera de que arrecie el temporal y de que los problemas vayan encontrando solución por ellos mismos. Consciente de la engañifa de esta táctica que te ofrece ilusoria protección a cambio de dejarte arrastrar por las corrientes del azar. Otras veces salgo de la trinchera y, en un arrojo de valor irracional, me entrego a la lucha cuerpo a cuerpo contra mis fantasmas, aun a sabiendas de que lo poco que puede suponer mi flaca voluntad para decantar el resultado final de la batalla.

En estas me debato, tratando ante todo de sobrevivir mientras contemplo cómo otros, más valientes y también más temerosos, van cayendo a mi lado bajo el fuego cruzado. Sobre todo aquellos queridos amigos abatidos en campo abierto en plena lucha contra sus propios enemigos, o sorprendidos por un trozo de metralla en lo más hondo de la trinchera.

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