HOJA ROJA

Lo que el censo me enseñó

No hace falta flagelarse porque somos los que somos y tenemos lo que tenemos, pero es difícil vivir en una continua paradoja

Yolanda Vallejo

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Ahora que estará usted liado -o liada, que no se diga- sacando del trastero los espumillones cansados de otras navidades, y pensando en qué momento se nos jodió nuestro particular Perú y tuvimos que sumarnos al carro de las celebraciones anticipadas -como las necrológicas de Tabucchi-, con cenas y almuerzos de empresa, amigos invisibles, elfos, zambombas, palillos y panderos, aprovecharé para decirle que llevo meses intentando terminar «La península de las casas vacías», que por si usted todavía no lo sabe, es la nueva biblia de los lectores conversos, los mismos que hicieron de «El infinito en un junco» un auténtico best-seller estando, como estaba, concebido para no serlo. Total, que ahora mismo es usted nadie, este país, si no ha devorado la historia de la familia Ardolendo y si no reconoce, en Jándula, todas las batallitas posibles, e imposibles, de su abuelo. Ya ve, hasta Pedro Sánchez, con lo que tiene encima, ha sacado tiempo para recomendar la novela de David Uclés, en la que se mezclan la realidad y el deseo, ya sabe, el realismo mágico que parece ser la hoja de ruta del gobierno de este país. Pero no le hablaré de política, ni de libros -y eso que lo tendría fácil-, ni siquiera de lo caros que están los huevos y de lo difícil que resulta llenar la nevera en estos tiempos.

Y no le hablaré de nada de esto porque para deprimirse, siempre hay motivos; y motivos, precisamente, es lo que no nos faltan en nuestra ciudad, que sigue perdiendo población a pasos agigantados y que ya ve peligrar la frontera de las cinco cifras de habitantes. 1057 de los nuestros hemos extraviado en el último año y el censo solo reconoce a 110.123 habitantes -el censo, y yo también los reconozco, si me apuran, por lo menos de vista- de los que la mayoría superan los sesenta años. Pocos y viejos, la tormenta perfecta para una ciudad de jubilados -no es edadismo, no se equivoque, es realidad- a la que, cada vez, le van quedando menos opciones y donde el futuro se conjuga siempre en imperfecto, porque sin vivienda, ni aparcamiento, ni trabajo… ¿a quién no le va a gustar vivir en Cádiz?, ¿a quién no le va a gustar?

Hay una red flag en un horizonte no muy lejano. Las consecuencias de bajar de 100.000 habitantes van mucho más allá de perder ayudas económicas estatales -unos cuarenta millones de euros anuales- o de perder representación parlamentaria y hasta concejales. Situándonos por debajo de esa cifra nos equipararíamos a ciudades como Teruel, Guadalajara, Palencia, Ciudad Real, Zamora… ese selecto equipo que milita en la España vaciada, e incluso perderíamos argumentos para seguir siendo la capital de una provincia con ciudades que superan los doscientos mil habitantes, como Jerez. Mal asunto, como ve.

No hace falta flagelarse porque somos los que somos y tenemos lo que tenemos, pero es difícil vivir en una continua paradoja. Por un lado, Cádiz se ha puesto tan de moda que ahora somos nosotros, los que crecimos aquí, los extraños en el paraíso. Échele un ojito a las redes -si es usted igual de cutre que yo- o a las revistas especializadas en turismo -si es usted un entendido en la materia-, lo mismo da, porque siempre habrá quien le descubra un rincón nuevo, una barra maravillosa, un hotelito magnífico y una terraza con vistas inigualables, que usted no había visto en su vida. Esto es así, lo que no son apartamentos turísticos son hoteles «boutique», o lavanderías industriales, por mucho que queramos convencernos de que no es para tanto lo del turismo. Y por otro lado, en la otra parte del terrible silogismo, tenemos una ciudad cada vez más mermada, no solo en población, sino en servicios públicos. Como el cuento de la Lechera, pero al revés: sin transportes no hay empresas, sin empresas no hay industria, sin industria, no hay trabajo, sin trabajo no hay viviendas, sin viviendas no hay familias, sin familias no hay niños, sin niños no hay colegios… ¿seguimos?

De cómo detener la sangría poblacional es de lo que tendrían que preocuparse nuestros gobernantes. Que no solo de turismo puede vivir esta ciudad, entre otras cosas, porque con la edad que vamos teniendo, o nos metemos en la piscina de Cocoon o acabaremos atendiendo a los turistas con andador y pañales en las maravillosas terrazas de los maravillosos atardeceres.

Tenemos mucho que aprender del censo. Nuestra ciudad tiene ahora la misma población que tenía en 1958, como si hubiésemos retrocedido sesenta y siete años en cuanto al número de habitantes, y recibimos anualmente a más de medio millón de visitantes. Haga las cuentas, y siga sacando los espumillones y las bolas de Navidad, porque para amargarnos, siempre hay tiempo.

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