OPINIÓN

A propósito de Nano

Parte del empresariado español hay veces que no es ni bueno ni malo, sino cutre

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Lo lógico es que las cartas estén marcadas. Primero está la familia. Luego todo lo que la rodea. La economía. El barrio. Los amigos. Una ciudad. O capital o provincia. Podríamos entrar en una clase de parvulario y, solo por las pintas, saber qué vida tendrá cada uno. De ellos hay quien decidirá irse y ejercer de oveja negra que en todo caso siempre tiene un rebaño al que volver. Por el otro lado, también estará el mirlo blanco, que, precisamente por irse, a lo mejor prospera y es posible que luego le dediquen reportajes en los medios locales tras el éxito. Si la historia tiene el suficiente jugo, será carne de nuevo para las teles nacionales que, cuando llegue la hora del magazine, construirán de nuevo sobre él su mito más favorito, el de «la persona hecha a sí misma». Son diferencias de clase, culturales, territoriales incluso, que a cualquier sociólogo o politólogo le trae de cabeza nada más entrar al tema y que todo gobierno en este país, si bien ha intentado estrechar, de ninguna manera, por su propia naturaleza (a algunos políticos se les huele a kilómetros), ha sido capaz de erradicar.

En lo mediático, ya te digo, es gracioso porque, cuando ocurre y se acercan, todo advierte un aura de safari. El entrevistador se convierte en ese turista meloso, sorprendido, cursi, que pasa por allí con sorpresa, como blindado por las cristaleras de un vehículo mientras por un rato le hace carantoñas al tigre domado por las circunstancias hasta que corta la conexión. De fondo está esa idea del «buen salvaje», del que aplica como aspirante y deja la queja para la intimidad. No gruñe. El último ejemplo ha sido un chaval, se llama Nano si no recuerdo mal. Hizo un vídeo en TikTok que se convirtió en viral por las dificultades que pasaba, teniendo dos curros para salir adelante económicamente tanto él como su familia y, aun así, aguantar. Humilde, trabajador. Un pedazo de pan, eso seguro, como tantos. El aderezo, lo que lo hacía especial, era su discurso. Simple, pero no por ello menos loable. Animaba a los otros chicos de su edad a evitar las drogas, a estudiar si podían y, si tocaba tener que renunciar y trabajar, saber apreciar el resultado y el orgullo de, aun con todo, salir adelante.

Es imposible no empatizar con eso. Sobre todo porque es la cristalización de una clase social joven, que se sabe que existe, pero que apenas se nombra ni se quiere mirar a la cara. Gente con ganas de currar, de prosperar y que, a falta de ingresos, confía en el sacrosanto esfuerzo, primero porque no queda otra y segundo para, con suerte, tratar de subirse a un ascensor social que, a poco que se rasque, ya sabemos que está roto. Después de ver el vídeo por primera vez, te toca. Lo jodido es al que le sale la lágrima por una supuesta épica que de nada sirve en esos términos y no por el fracaso social que supone que un joven tenga que dedicar su día entero a trabajar para apenas sobrevivir.

El problema viene después, como te decía al principio, por la forma en que se recibe mediáticamente, cuando todos los mecanismos dramáticos y espectacularizantes están esperándole con los brazos abiertos. A poco que se conoció su caso, ya salieron los que aprovecharon para señalar a esa «juventud quejica», «manta de vagos», que «no quiere trabajar». El tertuliano medio en su momento álgido de la semana. Aún más lamentable, cómo no, todas las marcas que quisieron aprovechar el tirón dándole limosna al chaval. Las dos empresas para las que curraba, ni mu. Pero ahí estuvo el empresario que aprovechó el vuelo de la historia, el crack, para regalarle un coche con el que desplazarse de un trabajo a otro para publicitarse. De segunda mano, eso sí. Estaba hecho mistos el choche por dentro, según se ha podido saber después. Parte del empresariado español hay veces que no es ni bueno ni malo, sino cutre.

Pero, en fin, más allá de lo berlanguiano de todo este asunto, lo irritante, insisto, es el uso perverso. El que acaban dándole al chico después de convertirlo en su nuevo juguete mediático. Le llaman, de repente esta semana, para preguntarle por la propuesta del Gobierno de reducir la jornada laboral de 40 a 37 horas. Todo con ese objetivo sibilino de demonizar cualquier medida que ose plantear que el trabajo es solo trabajo, y que lo importante es llegar a casa y vivir. Escuchando a la presentadora, yo me hago la siguiente pregunta: ¿De verdad que, con una juventud mayormente explotada, sin futuro, con el suicidio como principal causa de muerte no natural, que gana a duras penas mil euros al mes, que dedica de ese sueldo más de la mitad a un alquiler por las nubes que nadie se atreve a regular por no enfadar al rentista, me tengo que preocupar de que el jefe de turno tenga que hacer una mínima cuenta para pagar tres horas más, tres, a priori, sin trabajarlas? El chaval, cuando le preguntaron y lo entendió, respondió que le parecía bien, claro. A mí también. Poco me parece.

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