El ministro de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo
El ministro de Educación, Cultura y Deporte, Íñigo Méndez de Vigo - EFE

Discurso premio CervantesÍñigo Méndez de Vigo: «En el humor, cumbre de toda inteligencia literaria, Mendoza exhibe su condición de escritor cervantino»

Reproducimos el discurso que el ministro de Educación, Cultura y Deporte ha pronunciado en la entrega del premio Cervantes

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Majestades,

En este día grande para las letras y la cultura, la presidencia de Vuestras Majestades en la entrega del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2016, me mueve a un sentimiento de gratitud y a la vez de orgullo: el de confirmar una vez más el compromiso de la Corona con nuestro patrimonio cultural, y en particular, con el galardón más importante de la literatura en castellano.

Tenemos aún presente la conmemoración del IV Centenario de la muerte de Cervantes, cuyos actos fueron organizados por la Comisión Nacional presidida por la Vicepresidenta del Gobierno, a quien le agradezco tanto aquel esfuerzo como su presencia hoy en este día tan señalado para la cultura española.

Deseo también dar la bienvenida a las autoridades, y a los asistentes a este acto que nos reúne esta mañana en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá, siempre ligada a lo mejor de las letras, siempre fecunda en historias y leyendas sobre sus alumnos más ilustres.

Ahí va una: Estudiaba Quevedo en este lugar, sujeto a clausura, cuando, según la tradición, fue interceptado una noche por la ronda mientras trataba de descolgarse por su ventana para salir a divertirse. Al grito de «¿Quién va?» respondió al guarda aquel Quevedo colgante: «El Señor don Francisco de Quevedo que ni sube ni baja… ni está quedo».

Entre los muros de este mismo salón del Colegio San Ildefonso, en este entorno cervantino, distinguimos desde 1976 a los mejores autores en lengua castellana en un acto cargado también de simbolismo, pues homenajeamos al tiempo a nuestro escritor más universal, y evocamos su recuerdo, su significado y su vigencia.

El premio Cervantes reviste de honores a los galardonados -de honores literarios, de honores culturales- e impone sobre su obra la aprobación, el beneplácito y hasta el entusiasmo de quienes han sabido ver en cada uno de los premiados el cariz cervantino que preside nuestra literatura, y que sigue siendo fuente inagotable de inspiración. Quizá porque, como vaticinó Valle-Inclán, «en España podrá faltar el pan, pero el ingenio y el buen humor no se acaban».

A los más de 40 escritores que han recibido hasta ahora el Premio Cervantes, se suma hoy Don Eduardo Mendoza Garriga.

Extrañado y probablemente conmovido ante este reconocimiento, el extraterrestre Gurb comparte desde hoy su extravío con el Benjamín Otálora de Borges, con el Juan Marés de Marsé, el Martín Marco de Cela, con el Filomeno, a mi pesar de Torrente Ballester, o con el Pedro de «La sombra del ciprés es alargada» de Delibes, en una suerte de jardín de ficciones, donde habitan, comparten y entrelazan sus historias.

Hablarán estos personajes de Eduardo Mendoza, y destacarán su brillantez y su astucia, para convenir al fin, con Gurb y su amigo, que la locura es un estado que aflige a todos los humanos de carne y hueso, y de la que solo se libran los cuerdos de papel, como Don Quijote.

A esa locura invoco al recorrer la vida y la obra de Eduardo Mendoza, con la convicción de que la celebración de hoy es también un justo reconocimiento a un género que algunos erróneamente han considerado menor, y que emplea el vehículo del humor para recorrer la vida y sus personajes, las ciudades y sus tiempos, las vicisitudes y los éxitos, la vida al fin, la vida y la muerte; que nada ha quedado al margen, que nada ha resistido a la mirada irónica, paródica, y eminentemente cómica, de quien hoy premiamos.

Eduardo Mendoza nació en Barcelona el 11 de enero de 1943 y este hecho marcará desde entonces su vida, pero sobre todo su obra. Porque la ciudad barcelonesa se convirtió en el decorado frente al que deambulan muchos de sus personajes, el cimiento sobre el que levanta la mayoría de sus historias. Se ha dicho de él que nadie ha plasmado con letras más oportunas lo bueno y lo malo y todo lo demás, de aquella ciudad que le vio crecer.

Licenciado en Derecho en 1965, dedicó seis años de su vida a la abogacía, pero pronto decidió marcharse a Estados Unidos como traductor de la ONU. Antes que escritor, pues, traductor. En la traducción de las obras de otros escritores encuentra Eduardo Mendoza el primer clavo al que aferrarse para construir su propio universo de creación literaria.

En más de una ocasión ha confesado que la única obra de la que se siente «realmente orgulloso» es de la traducción de las cartas de Lord Byron. La selección de aquella correspondencia la había iniciado Jaime Gil de Biedma, pero su enfermedad y muerte en 1991 le impidieron llegar a concluirlas. Años más tarde, siendo ya un escritor consagrado, Eduardo Mendoza recogió su testigo y se entregó a la traducción de aquellas cartas que, en la antología epistolar Débil es la carne, componen una suerte de novela del periodo veneciano de la vida de Byron. Un personaje al que, no por casualidad, caracteriza, por encima de su romanticismo y su pasión, un extraordinario sentido del humor.

Cuenta Eduardo Mendoza que al terminar la carrera decidió irse a Londres, cuando todo el mundo se estaba marchando a París. No vivió pues la Ciudad-Luz de Sartre, de Camus, y Juliette Gréco, pero en cambio sí pudo entregarse al mundo de la literatura anglosajona. Las novelas de aventuras, el humor, o la novela negra, compartieron protagonismo con el fenómeno social del Swinging London, que sí palpó en primera persona; una época de la que a menudo recuerda como hito la aparición de la minifalda -matizando, eso sí, que no se trataba de un hallazgo estrictamente académico-.

En aquellos días londinenses amanecían también a su alrededor los Beatles, el fenómeno de los fans, y todo aquel fervor por lo británico que terminó influyendo en su forma de escribir y de interpretar los acontecimientos con una prudente distancia, imbuido en lo que todos hemos convenido en señalar como la «flema británica», si bien en el caso de Mendoza ha estado siempre acotada –si me permiten calificarlo así- por la no menos carismática «flema española».

Antes de su debut literario en 1975, Eduardo Mendoza compaginó sus ocupaciones diurnas con las horas de dedicación a la escritura, a menudo nocturnas.

El autor, viviendo ya en Estados Unidos, tardó un año en saber que «La verdad sobre el caso Savolta» se había convertido en un éxito. Lo supo de vuelta a casa, en una visita al banco, cuando su banquero le disuadió de llevarse en el bolsillo, como pretendía, el montante de sus derechos de autor, por la sencilla razón de que ascendían a cerca de un millón de pesetas.

Tal fue el impacto de la noticia que le dio aquel banquero que decir que el éxito cogió por sorpresa a Eduardo Mendoza es una manera extremadamente contenida de describir lo que el futuro best seller sintió en aquel momento: miedo, primero, alegría, después, y más tarde, una losa de responsabilidad sobre su espalda, o más precisamente sobre su pluma.

Aquella historia de Javier Miranda y Savolta dio la vuelta al mundo y Eduardo Mendoza tuvo que enfrentarse entonces al éxito y a sus consecuencias: de pronto, en sus propias palabras, todas las «divinidades del mundo literario» querían charlar con él, conocerlo, y hasta tocarlo. Y la sorpresa se volvió vértigo. Un vértigo sobre el que tuvo que meditar al plantearse la pregunta más complicada de la historia de los grandes de la literatura: ¿y ahora qué?

Pronto comprendió que tal pregunta no tenía respuesta, como casi todas las preguntas importantes de la vida. Tampoco acababa de encontrar respuesta a las razones del éxito de «El caso Savolta», y decidió que su única salida a aquella extraña situación era arrojarse al precipicio del humor y terminar con toda aquella gravedad que le oprimía. Y aquello que podría parecer un suicidio para alguien que acababa de recibir el Premio de la Crítica por su debut en el mundo de las letras, resultó un suicidio paradójico: porque fue el suicidio que le dio la vida, al menos en lo que a la literatura se refiere.

Eduardo Mendoza se abrazó al humor como tabla de salvación, y desde entonces le salen la comedia, la parodia y la ironía como defensa natural, y como recurso para afrontar cualquier texto.

Resulta discutible esa división de su obra que pretenden algunos críticos, distinguiendo entre sus libros serios y sus libros de humor. Parte de la grandeza de la prosa que hoy premiamos está en ese limbo en el que se mueven sus novelas, que hace imposible tomárselas totalmente en serio; pero todavía más imprudente sería tomárselas totalmente a broma.

Es posible que su aportación más notable a las letras del momento sea esa lección: que leer a un autor es un ejercicio entretenido en sí, y que nada obliga al lector a catalogar lo que está leyendo según unos parámetros previamente establecidos. Acotar el genio de un autor es una pérdida de tiempo en la que a menudo nos empeñamos, olvidando lo que sabiamente decía Ortega: todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía.

De aquel enjambre del «caso Savolta» en el que todo parecía tener cabida, desde el rescate de las novelas de caballerías hasta la reinvención de los relatos policíacos, salió Eduardo Mendoza con «El misterio de la cripta embrujada», donde llevó al extremo su parodia de la novela negra.

La desaparición de dos niñas en el mismo colegio y en parecidas circunstancias, pero con seis años de separación entre ambos casos, constituye el nudo que debe desatar el protagonista de la novela. Un loco del que no conocemos el nombre y al que las autoridades le confían la resolución del caso a cambio de su libertad.

La sombra de Miguel de Cervantes está presente en toda la obra de Eduardo Mendoza, a veces de forma tan evidente que un lector concienzudo del Quijote no podrá evitar esbozar una sonrisa al leerlo. Lo apreciamos en el comienzo del diálogo entre el protagonista y el jardinero del colegio en el que está centrando sus pesquisas:

«—Buenos días nos dé Dios —dije yo sin desalentarme por su hosca recepción—. ¿Tengo por ventura el gusto de hablar con el jardinero de esta magnífica mansión?».

Don Quijote puro.

El éxito de crítica y público ante las primeras desventuras de este delirante detective le dieron los ingredientes adecuados para continuar la saga –sin dejar de publicar entretanto otras novelas-, engrandeciendo la leyenda de su disparatado protagonista con «El laberinto de las aceitunas» en 1982, «La aventura del tocador de señoras» en 2001, «El enredo de la bolsa y la vida» en 2012, y «El secreto de la modelo extraviada» en 2015. Todas ellas protagonizadas por un loco, a veces sospechosamente cabal, que recuerda a aquel desmemoriado del que hablaba Ramón Gómez de la Serna: «Tenía tan mala memoria, que se olvidó de que tenía mala memoria y se acordó de todo».

Entre tanta parodia policíaca, Eduardo Mendoza decidió rescatar un proyecto que había abandonado. Una de tantas novelas que los escritores dejan morir en el primer tercio, en una rutina que conocen bien quienes se dedican a las letras. Sin embargo, era esta una empresa especial: se trataba de repasar la evolución de su ciudad natal, Barcelona, entre las exposiciones universales de 1888 y 1929.

Había comenzado a escribirla poco después de publicar «La verdad sobre el caso Savolta», y tras unos años en la nevera, retomó el manuscrito, lo reescribió y alumbró otra de sus grandes obras, La ciudad de los prodigios, editada en 1986.

A través de la mirada de Onofre Bouvila vemos a Barcelona desperezarse en busca de la modernidad, y descubrimos cómo en paralelo a ese viaje hacia el desarrollo industrial y económico, su propia sociedad va cambiando.

Esta obra, vinculada a la tradición de la novela picaresca, y de la que Juan Benet vaticinó que sería uno de los pocos textos de la narrativa actual que permanecería en el futuro, transforma a Eduardo Mendoza en un autor de éxito internacional, otorgándole la crítica francesa el reconocimiento de «libro del año».

En Francia, la prestigiosa revista Lire señalaba entonces: «La importancia y la riqueza de «La ciudad de los prodigios» residen, sin ninguna duda, en esta inscripción tragicómica de destinos individuales en el interior de un destino colectivo».

Al autor le sorprendió mucho que una obra sobre Barcelona pudiera interesar tanto en París, quizá porque aún no había calibrado bien lo que ocurriría tiempo después, cuando decidió perder a dos extraterrestres por la misma ciudad en «Sin noticias de Gurb», sin esperar -una vez más- que su repercusión fuera más allá de la carcajada de un puñado de lectores españoles.

Una aspiración a la baja, la del autor, que los hechos han corregido con severidad: «Sin noticias de Gurb» se ha mantenido en el tiempo entre los más libros más vendidos y se ha traducido ya al inglés, al francés, al italiano, al danés y al polaco.

En todos estos países acompañan al protagonista a buscar a Gurb a través de sus páginas, sin que los localismos o las alusiones a hechos de actualidad hayan resultado impedimento para que la fiebre extraterrestre de la risa de Mendoza se extienda entre la gravedad dramática recurrente de la literatura contemporánea.

Ambientada en la capital de España en los días previos a la Guerra Civil, «Riña de gatos. Madrid 1936», le llevó a ganar el premio Planeta en 2010, y supuso un nuevo hito en su carrera de escritor best seller.

Obras como «La isla inaudita», «El año del diluvio», «Una comedia ligera», «El último trayecto de Horacio Dos», «Mauricio o las elecciones primarias», o «El asombroso viaje de Pomponio Flato», han engrandecido nuestra narrativa moderna y han contribuido a abrir nuevas sendas al influir también en las generaciones de novelistas más jóvenes.

En el conjunto de su obra brilla también la capacidad de Eduardo Mendoza para moverse en diferentes registros y géneros, alcanzando el teatro, el ensayo, los libros de relatos, e incluso su labor como guionista en la adaptación al cine de algunas de sus novelas, como «El año del diluvio».

Todo en Eduardo Mendoza, está barnizado por el humor. Lo explicaba él mismo hace algunos meses, tras conocer que había sido galardonado con el Premio Cervantes: «El humor está en mi ADN y no puedo forzar o violentar mi estilo, o pretender que soy un maldito. En mi juventud todos queríamos ser malditos y algunos acabaron en maldecidos».

Es precisamente en el humor, cumbre de toda inteligencia literaria, donde el autor barcelonés exhibe su condición de escritor cervantino, empleándolo como recurso con el que devolver al lector al placer de la lectura. Pero sería un error ver en los libros de Eduardo Mendoza una simple sucesión de risas y carcajadas porque, como dejó escrito Jardiel Poncela, «el humor, como toda planta ligera, tiene raíces profundas». Ese doble juego entre el ingenio y la ingenuidad de lo cómico lo descubrimos en el fondo de todos sus personajes.

En «La cripta embrujada» el lunático protagonista detiene un taxi, con el pulso acelerado ante los avances de su investigación. Lo cuenta así:

«Yo paré un taxi, que ya antes había avizorado, y saltando dentro dije al taxista:

– Siga a esos dos coches. Soy de la secreta.

El taxista me mostró una chapa.

– Yo también -dijo- ¿Qué rama?

– Estupefacientes -improvisé-. ¿Cómo va lo de los trienios?»

En «Sin noticias de Gurb», el extraterrestre describe el incomprensible frenesí del tráfico de las grandes ciudades humanas. «Las (…) retenciones, duran hasta el próximo fin de semana, de modo que hay personas desafortunadas (y familias enteras) que se pasan la vida yendo del campo a la retención y de la retención al campo, sin llegar a pisar nunca la ciudad en la que viven».

En «La aventura del tocador de señoras», ambientada en la Barcelona de los 90, Eduardo Mendoza detalla la deteriorada situación del manicomio en palabras de su protagonista: «La comida empeoró tanto que se podía ver a los estreptococos correr por la mesa huyendo de ella; (…) y hasta el televisor, otrora orgullo del centro, empezó por perder el color, la nitidez y el sonido, y acabó emitiendo programas anteriores a 1966».

Esta forma de salpicar de humor cada escena es también lo que ha visto el jurado de este premio en la obra del autor catalán: «En la estela de la mejor tradición cervantina», leemos en el acta, «posee una lengua literaria llena de sutilezas e ironía, algo que el gran público y la crítica siempre supieron reconocer».

La gran aceptación sin contrapartidas también sorprende a Javier Marías, que lo considera un caso excepcional en la literatura española: ya que a pesar de sus «ventas masivas», y de ser «elogiado de manera constante por las reseñas más visibles», «resulta ser un escritor al que sus colegas admiran profunda y confesamente». En opinión de Marías, la crítica unánime a Eduardo Mendoza constituye un «misterio insondable», «un endemoniado enredo» que «pasará a los anales».

La crítica y el público parecen de acuerdo en el buen camino de Eduardo Mendoza, que tal vez aspira al propósito vocacional que apostilló Mark Twain: «Cumplamos la tarea de vivir de tal modo que cuando muramos, incluso el de la funeraria lo sienta».

Sin duda, este Premio Cervantes 2016 busca reconocer todos los aspectos de la carrera literaria del autor que he ido desgranando. «El humor hasta hace poco ha estado mal valorado», ha dicho nuestro galardonado, «siempre se ha pensado, sobre todo en la novela, que se tenía que ser dramático. Y era inútil recordar que los grandes de la literatura como Cervantes, Quevedo, Moratín o Dickens eran grandes escritores de humor».

Cínico y descreído, Miguel Mihura, uno de los renovadores del teatro cómico español, dejó escrita su sentencia sobre el género: «El humor es un género literario al que se suelen dedicar los poetas cuando la poesía no da lo suficiente para vivir bien».

Si alguna verdad encerrase esta pequeña tragedia que relataba Mihura, hoy es también un día de reparación. Es un día para situar al género humorístico en el lugar que le corresponde. Y es un día para recordar que, si bien la excelencia puede darse en cualquier género, el humor no es un arte menor. Y no resulta invisible al jurado de estos galardones, conscientes de que el ingenio y el buen humor engrandecieron universalmente a quien presta su nombre a este prestigioso premio.

Mi felicitación, por tanto, a Eduardo Mendoza, y mi agradecimiento, también en nombre de todos sus lectores, por tantas horas de disfrute literario y de talento.

Tras conocer el veredicto del jurado, el autor declaró que este premio era el «un final de trayecto feliz». Sospecho que en aquella reacción hacía gala, una vez más, de su sentido del humor. Porque si realmente el Premio Cervantes supone un «final de trayecto», al autor, impulsado por todos los que lo admiramos, no le quedará más remedio que seguir el camino, aunque sea andando: ese gesto que, según el alienígena que busca a Gurb, »permite dejar una pierna muerta mientras se avanza con la otra».

Queridos amigos:

Al concluir, me viene a la mente la conversación que mantuvimos para comunicarle que había resultado ganador de este galardón. Como recordará D. Eduardo, conversamos sobre refranes, porque me había llamado la atención su respuesta, en una entrevista en la que le preguntaban cuál era su refrán favorito. Sin dudarlo, exclamó: «De perdidos al río».

Como le dije aquel día, creo que tras recibir el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2016, tiene más motivos para entonar como refrán preferido otro clásico de nuestro refranero: »Que me quiten lo bailado». Aunque estoy convencido de que le queda mucho por bailar, y ¡que nosotros lo veamos!

Muchas gracias.

Ver los comentarios