Necrológica de Paquita Bañuelos

La última señora del campo extremeño

Licenciada en derecho, su vida estuvo ligada a la gestión agropecuaria de su finca Rompealbarda y a la cría de caballos lusitanos

Lolo de Juan

Tenía una de esas sonrisas limpias y sinceras que sólo engalanan los corazones amplios. Tenía un pelo largo, siempre recogido y discreto, que sólo coronan las almas inmensas. Tenía un talante, una paz y una clase propias de aquellos escasos que acogen los espíritus libres. Recuerdo como si fuera ayer mi paso por Rompealbarda, ese mimado jardín hecho finca por Juan Botas y su compañera de vereda. Él ya marchó pero dejó esa caballerosidad de los extremeños que no abundan pero siempre existen. Fui con mi célebre ‘Asesino’ a darle un recado a Nuestra Señora de Guadalupe; tenía un encargo que hacerle por el alma de un amigo. Y a caballo, los que pecamos mucho, tenemos más voto y crédito.

Salí antes del alba para llegar por la noche. Voy por la vereda que lleva desde la Mancha a las Villuercas. Y, privada o de nadie, siempre que se pasa por la casa de un vecino hay que llamar para solicitar licencia y presentar respetos. Tengo mensaje de mi madre, la mujer que tiene barrera reservada en el coso celestial: «Si pasas por Rompealbarda entra a saludar a Paquita Bañuelos, mi amiga que hace tiempo que no veo. La última señora campera de Extremadura». Cosas de madres.

Voy con Asesino, mi caballo soñado, voy a ver a la Morenita pues tengo que contarle algo importante y porto mi bandera española y mi medalla para presentar credenciales. Llevo seis leguas tranqueadas y me quedan siete más. Creo que dormiré bajo la luna y llevo en la alforja un bocadillo para mí y una manea para que mi jaco paste en las riberas de Almansa.

Sorteo el García de Sola, en lo alto blanquea el cortijo encalado de Rompealbarda por el que tengo que pasar. Voy tirando de mosquero pues quiero llegar con luz al pueblo de Castiblanco. En el porche hay una figura que navega las líneas de un grueso libro.

Asesino horquilló. Y Asesino nunca envelaba si no fuera algo imponente. Y la vi, con su pelo blanco inmaculado, abrochado en un moño discreto y elegante. Una sonrisa sempiterna y limpia. Los ojos inmensos, como la espuma del mar... Se puso en pie dejando la lectura sobre la mesa del jardín. Y se dirigió a mí como si llevara toda la vida esperándome:

–Tú eres un De Juan de El Zumajo.

Un escalofrío me corrió por la crisma y sentí lo mismo en mi caballo... Descabalgué apresurado y me quité el sombrero. Le besé la mano de la manera menos torpe posible.

Fíjate si era elegante que me hizo llano lo que yo estaba dispuesto a enmontañar:

Soy Paquita Bañuelos. Soy amiga de tu madre. Siéntate a tomar algo antes de continuar tu camino.

Me di cuenta en ese momento que eran ciertos todos los comentarios que rondaban por las sierras de la Siberia acerca de la belleza y elegancia de la dueña de Rompealbarda, de Paquita Bañuelos, señora de Botas.

Me alejé para continuar mi camino y me despidió. Eché de nuevo la vista atrás: estaba ante la última señora de postín que quedaba en el campo extremeño.

Lolo De Juan

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