Siempre habrá esperanza

La soledad, enfermedad del siglo XXI

Un anciano en una residencia de Jarandilla de la Vega JULIÁN DE DOMINGO

Mari Pau Domínguez

Soledad: lava tu cuerpo

con agua de alondras,

y deja tu corazón

en paz.

Federico García Lorca, «Romance de la pena negra»

Cuando Paqui abre la puerta de su casa, le cambia la expresión del rostro. Saluda con inmensa alegría a José Luis, el voluntario que suele pasar con ella tres tardes a la semana. La acompaña, la escucha, se ríen juntos… Se siente muy unido a Paqui, sobre todo desde que la mujer, de 91 años , le hizo conocedor de su historia.

Era una niña de apenas 9 años cuando se desencadenó la guerra civil, en la que perdió a su única hermana durante un bombardeo en Madrid. Aprendió de su madre el oficio de costurera, con el que se mal ganó la vida en una España de penurias y pesares. Como jamás tuvo un contrato, la jubilación es, para ella, algo inexistente. Viuda, no quiere ser una carga para sus hijos; por eso vive sola aunque calla que en verdad sea en contra de su voluntad.

José Luis lleva cuatro años como voluntario en la fundación. Estudiante de Ciencias Químicas en la Complutense de Madrid, perdió a su abuela siendo adolescente, mientras que a su abuelo ni lo recuerda, al haber muerto antes de nacer él. Acompañar a Paqui por las tardes, llamarla por teléfono siempre que puede, estar pendiente de que no caiga en la sima oscura de la soledad, llena el vacío inmenso que dejó en él la ausencia de su abuela.

Ese día es distinto a los demás. Llevan semanas esperándolo. Va a ser una jornada única por una doble razón. Por un lado, llegan las ansiadas vacaciones de Semana Santa organizadas por la organización, con las que sueñan año tras año. Una cita anual que saca a los mayores de su solitaria rutina y, en muchos casos, de la perenne tristeza que envuelve las horas de su existencia. Y por otro… lo que está a punto de ocurrir sí que va a ser excepcional, pero todavía tienen que desplazarse hasta uno de los centros de la fundación. En un rato tendrá lugar ese gran momento . A José Luis le enternece ver cómo Paqui está nerviosa ante el esperado acontecimiento.

Ser un estorbo

Candela , 88 años: «En verano lo pasamos muy mal en la ciudad, con el calor y a nuestra edad. Yo ya no me muevo como antes, las piernas se resienten. En casa me siento sola pero no quiero dar trabajo a mis hijos, ellos tienen que atender a sus familias y no me gusta ser un estorbo».

–Vaya, lo mismo que me ocurre a mí – Paqui acaba de llegar y ya tiene el foco puesto sobre ella.

En el local de la fundación se rueda un documental sobre el trabajo que realiza con ancianos, justo en la tarde en la que un nutrido grupo parte de vacaciones a la sierra madrileña, acompañado por los voluntarios. Hay ajetreo y nervios, sobre todo por las cámaras de televisión.

–¿Cuántos hijos tiene, Candela? –pregunta la periodista.

–Dos. Niño y niña.

Es universal para los padres el sentimiento de que los hijos siguen siendo « sus niños» aunque tengan 50 años. «Seguiré viviendo sola –aclara Candela– y esperando que lleguen las vacaciones que organiza la fundación, son muy majos estos chavales, se desviven por nosotros y lo pasamos muy bien. Es mi aliciente todos los años».

El zarpazo de la soledad

Amelia , 93 años: «Si es que los mayores nos quedamos tan solos… El vacío nos va arañando cada día y le aseguro que yo siento las heridas ».

Amelia no ha tenido hijos. Forma parte de esta particular pandilla de amigos que arrastran sus bastones y la pesadumbre de sus vidas.

–¿Qué actividades hacen con la organización? –sigue preguntando la reportera.

Margarita , 83 años: «¿Que qué hacemos? ¡Uy!, muchas cosas. Nos bañamos en la piscina, eso sí cuando hace buen tiempo, que los resfriados en nosotros son temibles. La última vez acabé en el hospital con neumonía ».

–¿Y quién estuvo con usted?

Margarita echa la cabeza hacia atrás con los ojos entornados, como si tuviera que hacer memoria. Se reincorpora y, tras ese silencio de inútil meditación puesto que recuerda de sobra la respuesta, dice: «Nadie».

–¡Cómo que nadie! ¿Y yo qué soy?

La ha corregido Alma, 19 años, voluntaria desde los 17, una joven muy resuelta y risueña que hace gala a su nombre, es puro corazón y entrega. Alma mira a la cámara y cuenta que se dedica, además de acompañar y ayudar a mayores, a denunciar públicamente una situación que la sociedad no quiere ver. «Si no hacemos nada, la soledad será una epidemia».

Voluntarios

La periodista reconduce y vuelve a preguntar a Marga por las actividades que comparten con los voluntarios:

–Ay, disculpe, es que a veces se me va un poco la cabeza.

–¿Un poco…? –bromea Manuel, 87 años.

–¡Qué listo! Pues cuéntaselo tú.

–Calla, calla, a mí esto me da mucha vergüenza –reconoce Manuel tras la broma–, es como quedarse en pelotas en un teatro.

La periodista aguanta la risa. Manuel le guiña un ojo con guasa.

–Vamos, Margarita, céntrese, mujer, que no tenemos toda la tarde –le requiere la reportera en un tono condescendiente .

–A ver si este pesado me deja seguir. Paseamos por el pueblo para conocer todos sus rincones, eso me encanta, y compramos en las tiendas, en las que son baratas, claro; también salimos al campo y participamos en talleres con los voluntarios. Pero, ¿sabe qué es lo mejor? Las amistades que hacemos.

–¿Pero luego se siguen viendo?

–¡Anda, pues claro!

–Marga, no te vengas arriba – Avelino, 89 años –, si apenas puedes moverte, ahora resultará que quedáis en el Ritz todos los viernes a tomar el té, jaja –le da un codazo a Manuel y a éste se le cae el bastón al suelo.

Paso de los años

Los demás arrancan a reír y acaban contagiando a la periodista.

–Bueno… quedar, no podemos. Pero nos llamamos.

Manuel y Avelino se enzarzan en una discusión , enfadado el primero por el codazo.

–Siempre están discutiendo –explica José Luis al equipo de televisión–. Lucharon en bandos distintos en la guerra civil y, escuchando sus broncas , parece que la contienda no hubiera acabado.

Entonces los voluntarios empiezan a repartir gorros de paja que los ancianos se colocan aplicados. Manuel, agarrado de nuevo a su bastón de empuñadura lisa y brillante, y con la espalda encorvada por el paso inexorable de los años, se lo encasqueta de una vez, emulando a un chulapo.

El final de la tarde llega entre sonrisas que hacen olvidar la soledad, bajo los focos extinguidos de las cámaras. Mientras la fila avanza para ir subiendo al autocar, Manuel se acerca a la periodista y le coloca a traición un gorrito igual al que todos ellos llevan. La joven se da media vuelta de un respingo y, al encontrarse con la risa socarrona de Manuel, tira con gracia del ala del sombrero del anciano hacia abajo antes de que Alma lo ayude a subir los escalones del autocar que ya enciende motores para poner rumbo a Navacerrada.

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