ANABOLIZANTE

Antonia

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Antonia San Juan se dio a conocer al gran público con Agrado, aquel delirio de Almodóvar en Todo sobre mi madre. Todos quedamos sorprendidos con su frescura, con su inteligencia, con la profundidad que había detrás de aquel rostro maltrecho y traspasado por la vida. Me pregunté mil veces si aquella actriz tenía capacidad para hacer personajes distintos a ese, si su talento se limitaba únicamente a roles cómicos y extravagantes, o si por el contrario podía encajar en otros registros.

Años más tarde, he tenido la suerte de verla sobre los escenarios en varias ocasiones. Y hallé la respuesta a mis preguntas. No es que Antonia sea buena. Es que es una pedazo de actriz como la copa de un pino, uno de los fenómenos más potentes que estos ojos han tenido la oportunidad de ver sobre las tablas. Antonia ríe y llora como y cuando le da la gana. Como una diva, como una subnormal, como una mujer de pueblo, como una pija de Serrano, como una lesbiana prepotente. Es cómica hasta el delirio, conmovedoramente tierna, desgarradamente patética.

Y si no bastara con este talento avasallador, Antonia es además una curranta. Una tía a la que no se le caen los anillos por trabajar, un día con un caché de estrella, otro día a expensas de lo que diga la taquilla. Se yergue por encima de sus dolores y monta una productora propia desde abajo, para hacer lo que le gusta, rechazando las propuestas basura de la televisión o los personajes de puta y de travesti con que se empeñan en encasillarla en el cine.

Y es que por encima de su rencor, de su bondad, del psicoanálisis, y de otras tantas cosas, Antonia es una artista. Artista porque tiene el valor de comprometerse con su genialidad y no prostituirse. Artista porque sigue persiguiendo sus sueños.