La Hoja Roja

Votar contra todo

Como creo en el azar, estoy convencida de que lo de hoy no es casual

Yolanda Vallejo

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El azar es una cosa muy seria. No tan seria como el destino, que es un concepto teórico y que, en política, lleva implícita una intención de cambio en la que no tiene cabida la chiripa porque la política, nos guste o no, sigue queriendo ser estoica y determinista para muchas cosas. El caso es que, a pesar de este arranque tan filosófico, yo a lo que iba es a que no hay que desdeñar la importancia del azar, en todas las situaciones y en todas las culturas, tal vez porque la cultura es -y ojalá que lo siga siendo- una trinchera contra lo previsible, contra lo predecible, todo lo contrario del azar. Y si ha llegado usted hasta aquí, sé que me va a perdonar esta digresión tempranera – y prescindible- que nada aporta a lo que le voy a contar y mucho menos en un día como hoy, en el que estamos llamados a ser dueños de nuestros destinos plantándole cara al azar.

Verá. Ayer estuve viendo a Rod Stewart, o mejor dicho, a lo que queda de él, en un concierto. El viejo boomer rockero -de quien Ignacio Ruiz Quintana dice que cada vez se parece más a Teresa Ribera- luce a los setenta y ocho años como si tuviese setenta y siete y aunque no es Brad Pitt -Brad Pitt suele estar en estado de gracia siempre, solo hay verlo en Wimblendon-, tiene todavía algo, por aquello del refrán, ya sabe «el que tuvo, retuvo y guardó para la vejez». Así que salimos del concierto diciendo «menos mal que hemos venido» y deseando que pase el tiempo para decir «yo estuve allí», que es algo que me encanta hacer porque, en el fondo, me creo un poco Forrest Gump, y en la superficie me creo un poco el Selu en «Los Enteraos». Total, que si le cuento lo del concierto no es para que usted sepa dónde estuve anoche, sino para reivindicar mi total y absoluta creencia en el azar. Porque, y ahí está la clave de todo, la entrada del espectáculo del sir rockero me ha costado veinticinco euros, por puro azar, y por la estupenda campaña de marketing que han llevado a cabo los organizadores del festival; me tocó Rod Stewart, sí, pero me podían haber tocado Los Morancos, Bizarrap, Camela, Taburete o Duki, y entonces estaríamos hablando de otra cosa. Ya ve, el azar, la casualidad, la suerte, la fortuna, me regaló una gran noche pudiéndome haber deparado una aburrida jornada de reflexión electoral. Y bien que me alegro. En eso sigo siendo muy Pollyana. Creo que nada ocurre porque sí, y las cosas que ocurren las doy por bien ocurridas, porque no merece sofocarse cuando no ha sido una la que ha encendido la mecha, aunque tenga interiorizado aquello de que por el humo se sabe dónde está el fuego.

Y como creo en el azar, estoy convencida de que lo de hoy no es casual. Ni lo fue la convocatoria de elecciones, más parecida a un berrinche o a un «me llevo mi pelota» que a una decisión seria y madurada, ni lo ha sido la campaña electoral llena de reproches, de mentiras y de lugares comunes tan reconocibles como intransitables, por donde solo es capaz de cruzar «errante la sombra de Caín», que escribía el poeta. Una cita electoral llamada irremediablemente al fracaso, por las formas, y por el fondo. Porque, aunque todos aparezcan esta noche, victoriosos, a repetir aquello de la fiesta y la democracia, y la soberanía del pueblo soberano, todos sabemos que no hay mayor fracaso que el que no se quiere reconocer. Y llevamos años, muchos, fracasando.

Verá. La legislatura que salga de las urnas esta noche lo hará, si es que lo hace, en la decimosexta vez que votamos en lo que llevamos de democracia. Porque no hay que olvidarlo, por cosas del azar, en junio de 2018, Pedro Sánchez fue nombrado presidente del Gobierno tras la moción de censura, y tuvo que convocar dos elecciones casi seguidas para convencernos -y para convencerse él mismo- de que no estábamos equivocados. El azar se puso de su parte y de ir con «mi coche para recorrer todos los rincones de España», pasó a ocupar la presidencia de un país que se despertó -como todos- en medio de una pandemia sin ni siquiera concederle el beneficio de los cien días. Nadie dijo que bailar con una pandemia fuera fácil, ni tampoco que lo fuera bailar con unos socios de gobierno respondones. Nunca entenderé por qué Yolanda Díaz -¿verdad, Yolanda?-no dejó la vicepresidencia ni el ministerio para hacer campaña contra el propio gobierno, ni por qué resulta tan difícil separar a la candidata de la ministra -fíjese que los de la huelga del metal no reventaban un acto de Sumar, sino la comparecencia de la responsable de la cartera de Trabajo-, como tampoco entenderé nunca el cambalache de votos -te cambio un voto en Asturias a Izquierda Andalucía por uno en Cádiz a quien tú quieras- ni la obsesión de Feijóo por las inexactitudes y por el destino de los votos por correo.

El azar se ha hecho carne en una de las olas de calor más grandes que se recuerdan -que recordamos poco, todo hay que decirlo- y con media España de vacaciones, y con unos candidatos más pendientes de los espejos que de las ventanas -me encantó el discurso de Manuel Jabois al recoger el Mariano de Cavia-, más preocupados por la luz de los focos que por los taquígrafos.

Y, aun así, hoy tenemos la obligación de votar, de votar contra todo: contra el calor, contra la playa, contra las vacaciones, contra unos políticos que no nos merecemos y hasta contra la resaca de un concierto al que no le faltó el rock, porque con los viejos rockeros, ya se sabe...

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