la hoja roja

¿Y por qué Rafael Alberti?

No es la primera vez que lo digo: nada, ni calle, ni edificio, ni banca, ni puerta, ni silla, debería llevar el nombre de una persona

Yolanda Vallejo

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La culpa la tuvo el Dios del Antiguo Testamento, que harto ya de crear cosas, hizo a Adán –y a Eva, por supuesto- y les encargó la ardua tarea de dar nombre a todos los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, a ... todo reptil que se arrastrara sobre la tierra y a todo lo que se meneara por el jardín del Edén. No lo tuvieron difícil, porque no tenían con quien discutir ni con quien ponerse de acuerdo, y en un solo día elaboraron el diccionario completo de botánica y zoología, sin que nadie pusiera en cuestión por qué el ñú –por ejemplo- se llamaría ñú. No debieron hacerlo del todo mal, y le cogieron tal gusto a la tarea, que de ellos hemos heredado esa pulsión por darle nombre a las cosas, convencidos de que solo lo nombrable tiene cabida en nuestro imaginario colectivo. No hace falta que le ponga muchos ejemplos, pero, por si acaso, le recordaré aquello de Bob Dylan que luego versionaría Joaquín Sabina –esto va para los viejunos nostálgicos- en su mítica «El hombre puso nombre a los animales» de tintes proféticos: «Y al que se adapta a cada situación le puso camaleón». De aquellos barros –con los que el Dios del Antiguo Testamento fabricó a Adán y a Eva- vinieron estos lodos que acaban empantanando cualquier cambio de nomenclatura. Lo que en un tiempo se llamó de una manera pasa a llamarse de otra, porque ofende o molesta, o simplemente porque el sentido y la sensibilidad no terminan de llegar a un acuerdo.

Artículo para resgitrado

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