la hoja roja
¿Y por qué Rafael Alberti?
No es la primera vez que lo digo: nada, ni calle, ni edificio, ni banca, ni puerta, ni silla, debería llevar el nombre de una persona
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Iniciar sesiónLa culpa la tuvo el Dios del Antiguo Testamento, que harto ya de crear cosas, hizo a Adán –y a Eva, por supuesto- y les encargó la ardua tarea de dar nombre a todos los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, a ... todo reptil que se arrastrara sobre la tierra y a todo lo que se meneara por el jardín del Edén. No lo tuvieron difícil, porque no tenían con quien discutir ni con quien ponerse de acuerdo, y en un solo día elaboraron el diccionario completo de botánica y zoología, sin que nadie pusiera en cuestión por qué el ñú –por ejemplo- se llamaría ñú. No debieron hacerlo del todo mal, y le cogieron tal gusto a la tarea, que de ellos hemos heredado esa pulsión por darle nombre a las cosas, convencidos de que solo lo nombrable tiene cabida en nuestro imaginario colectivo. No hace falta que le ponga muchos ejemplos, pero, por si acaso, le recordaré aquello de Bob Dylan que luego versionaría Joaquín Sabina –esto va para los viejunos nostálgicos- en su mítica «El hombre puso nombre a los animales» de tintes proféticos: «Y al que se adapta a cada situación le puso camaleón». De aquellos barros –con los que el Dios del Antiguo Testamento fabricó a Adán y a Eva- vinieron estos lodos que acaban empantanando cualquier cambio de nomenclatura. Lo que en un tiempo se llamó de una manera pasa a llamarse de otra, porque ofende o molesta, o simplemente porque el sentido y la sensibilidad no terminan de llegar a un acuerdo.
Las leyes están para cumplirlas y no para cuestionar si nos gustan o no. Ese es un principio básico que también hemos heredado, que ya lo decían los romanos, «dura lex, sed lex« - ¿a quién se le ocurriría llamar duralex a las vajillas de nuestras nostalgias? - y no admite discusión. La ley de la Memoria Democrática tiene como objetivo reconocer y reparar los daños causados por la Guerra Civil y la Dictadura franquista, y es muy clara en cuanto a las referencias realizadas en topónimos, callejeros o en las denominaciones de centros y edificios públicos a dirigentes y participantes de la sublevación militar, de la dictadura o de las organizaciones que la sustentaron. Queda mucho por hacer en este sentido, incluso en esta ciudad, donde todavía hay una barriada completa que lleva el nombre del gobernador civil, desde 1962 a 1968, y jefe provincial del Movimiento, Santiago Guillén Moreno; o un edificio –o lo que quede de él- con el nombre de otro golpista y activo miembro de Falange como fue Carlos María de Valcárcel –resulta curioso que para quitar el nombre de su mujer a un colegio se dieron toda la prisa-, o que aun el puente José León de Carranza se siga llamando así.
A mí, el Dios del Antiguo Testamento me habría echado del paraíso mucho antes de comerme la manzana, porque lo de poner nombres a las cosas es algo que no solo no se me da bien, sino que detesto profundamente. No es la primera vez que lo digo: nada, ni calle, ni edificio, ni banca, ni puerta, ni silla, debería llevar el nombre de una persona. Fundamentalmente, porque es muy cansado andar buscando «el nombre exacto de las cosas» y blanqueando la paleta de colores que cada uno esconde en su mochila. Verá. Me parece fatal que un colegio lleve el nombre de un comparsista –al que el tiempo borrará y se perderá como lágrimas en la lluvia-, me parece fatal que un edificio universitario se llame Tomasa Palafox –fundadora de la Sociedad Patriótica de Señoras de Fernando VII y presidenta de la Junta de Damas en los peores años del absolutismo-, me parece fatal que un centro municipal se llame Hermanas Mirabal, o que parte de la alameda se llame Clara Campoamor. Y, ya lo sabe, no es que tenga yo nada en contra de todas estas personas, es que, en unos años, volverán las oscuras golondrinas para recordarnos que no todos los mirlos son blancos. Y volveremos a cambiar los nombres y volveremos a confundir las churras con las merinas.
Porque Rafael Alberti es el mejor poeta que ha dado nuestra bahía, de eso nadie tiene duda. Que su nieta y su hija estén «muy felices» con que se le ponga «el nombre del abuelo» al puente, que fuese comunista, que se fuera de España –muchos no pudieron irse- con el puño cerrado y volviese con la mano abierta, que su viuda no vea honestidad en el cambio de nombre, que la diputada provincial de Sumar esté encantada porque va a hacer algo en esta legislatura, que los palmeros de turno estén agitando –y mezclando- el cóctel de la firma del ministro… todo eso es secundario y, que me perdone el cielo, demasiado coyuntural. El puente se hizo para unir la bahía y para sacarnos del aislamiento milenario que tenía esta ciudad, para llevarnos a tomar el sol a Puerto Real, por ejemplo.
Hay que cambiar el nombre del puente Carranza, pero ¿por qué tiene que llamarse Rafael Alberti?
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