Hoja Roja

El perro del hortelano

Hay más gente con botellitas de algo que parece agua jabonosa que con cochecitos de bebé

Yolanda Vallejo

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Cuando el pasado mes de marzo se aprobó la Ley de Bienestar Animal, en Cádiz había censados 28.312 perros. No sé si llamarlos perros ofenderá a alguien, quizá debería llamarlos perretes, peluditos, chuchitos o algo por el estilo -perdóneme si no estoy familiarizada con el léxico dog friendly-, pero a estas alturas de la ley no tengo intención de esconderme, la verdad, ni de enmascarar lo que pienso por aquello de la corrección política. En aquel entonces, y no creo que la cosa haya variado mucho, había 23.761 niños menores de edad en el censo de la ciudad; es decir, 4.551 perros más que personas humanas, que diría Rosa Benito. No hace falta que le recuerde los números porque solo hay que darse una vuelta por la ciudad para ver que hay más gente con botellitas de algo que parece agua jabonosa que con cochecitos de bebé, y eso que ya van abundando los cochecitos para mascotas. En términos generales, en Cádiz hay un perro por cada cuatro habitantes, que se dice pronto, por lo que puedo llegar a entender que el mundo canino ocupara parte de los programas electorales y hasta que haya concejalías de bienestar animal, mucho más cuando existe una ley que se ocupa, expresamente, de que los animales tengan, casi, los mismos derechos que cualquiera de nosotros.

Unos derechos conquistados por los dueños, todo hay que decirlo, porque los pobres perros no tienen ni voz, ni voto; que lo de la obsesión política por los animales no es por los animales, a ver si me explico, que los que votan son los dueños de los perros, que aman mucho a sus perros pero los tienen metidos en pisos la mayor parte del día, negándoles esa libertad que luego exigen en la calle y en los espacios públicos. Y para que no diga que hablo por hablar, puede ir usted cualquier tarde a la plaza de España -por ejemplo- para ver cómo los dueños de los perretes, chuchitos o peluditos incumplen sistemáticamente la ordenanza que obliga a llevarlos sujetos y los sueltan allí para que corran, jueguen, se conozcan, entablen relaciones amorosas y, sobre todo, para espantar a la gente que, como yo, no tiene intención de sociabilizar con el mundo canino, ni con sus mamás y sus papás.

Y ya sé que no hay nada más odioso que la generalización, y que no todos los dueños de perros son iguales; pero admitamos de una vez que abundan las actitudes impositivas, que antes era lo de «solo quiere jugar» y ahora es lo de «tiene derecho». Que ya lo sabe, los perros pueden entrar en las tiendas, olisquear la ropa, tumbarse en la puerta de un probador esperando a su mamá o incluso comer en el restaurante justo al lado de su mesa. Y también sabe que no se puede decir nada, porque en este «mundo traidor», que escribía el poeta, te sacan el pellejo a tiras si dices que no te gustan los perros. Que puedes quejarte de que haya indigentes en la calle, que puedes quejarte de que haya turistas ocupando la vía pública, pero… no se puede decir lo de los perros porque, ya lo sabe, son los mejores -más que las personas- amigos del hombre.

Por eso, he dejado de fingir. Yo antes decía que me daban miedo, cogía por otra calle si veía que había «festival de canes» en alguna -lo de Novena a las siete y media de la mañana es para pensarlo- y hasta participaba en las conversaciones sobre los progresos intelectuales de los perritos de algunos de mis amigos. Pero ya no. A mí no me gustan los perros, ni entiendo que tengan que compartir determinados espacios públicos con las personas; y aunque le parezca una paradoja, lo hago pensando en el bienestar animal, porque lo que no entiendo es qué hace un perro en la playa pasando calor, amarrado y jadeando bajo una sombrilla y tampoco entiendo qué puede tener de interés para ellos pasearse por un centro comercial, o ir al cine, pero después de que una mami perruna me dijese en la Torre de Pisa que su perro tenía el mismo derecho que yo a ver las vistas de la ciudad desde arriba, puedo esperarme cualquier cosa.

Lo de la humanización de los perros se nos está yendo de las manos, qué quiere que le diga. No es algo exclusivo de nuestra ciudad, también le digo. Es un nicho de mercado en plena expansión, porque lo de Cádiz pasa en prácticamente todas las ciudades de esto que llamamos primer mundo. No hay niños, pero hay perros, y en algunos sitios están floreciendo los negocios dedicados a la celebración de cumpleaños -perrifiestas he llegado a ver- de perros, de cole para perros -con sus tutorías, y sus notas y su fin de curso-, de psicólogos y de hoteles para perros.

La Ley de Bienestar Animal, que a pesar de estar aprobada desde mazo, entrará en vigor en septiembre, dedica un capítulo completo, el veintinueve -que yo las leyes me las leo- al acceso con animales de compañía a medios de transporte, establecimientos y espacios públicos. En él se establece que los transportes públicos y privados, los hoteles, los restaurantes, las playas facilitarán la entrada de animales de compañía, siempre que nos constituyan un riesgo para las personas -al menos eso dice la ley- y también permitirán «salvo prohibición expresa, debidamente señalizada y visible desde el exterior» el acceso de animales de compañía a edificios y dependencias públicas. Es decir, que a partir de septiembre, los perros podrán ir al teatro, al centro de salud, a las bibliotecas, a los colegios, porque a ver quién le pone el cascabel al perro.

Y sobre todo, a ver quién le pone el cascabel al dueño del perro.

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