Hoja ROJA
Parole, parole
¿Quién se fiará de la palabra de Pedro Sánchez? ¿Quién defenderá sus palabras?
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Iniciar sesiónA Mario Benedetti le pasa como a Galeano que, de tanto usarlos, se han quedado para las tazas y cuadernos motivacionales, y poco más. Hemos manoseado tanto su poesía que la hemos convertido en un cajón de citas del que vamos sacando frases según nos vayan haciendo falta. Es lo que tiene la poesía de lo cotidiano, que de tan cotidiana llega a hacerse costumbre. Le cuento esto porque fue Benedetti -el del sur, que también existe- quien dijo aquello de «la palabra es tan libre que da pánico» -está documentado, lo puedo demostrar-, una frase que, en días como hoy, se hace carne y habita entre nosotros. Y es que hoy la ONU celebra el «Día Internacional de la Palabra», con el objetivo, dicen, de fomentar el diálogo y la paz entre las naciones del mundo para avanzar hacia una sociedad mundial sin discriminaciones políticas ni religiosas, una declaración de intenciones que estaría muy bien si no fuera porque, en estos tiempos, ni la palabra es tan libre ni da tanto pánico como decía el poeta. El deterioro de la palabra es tan visible, que lo que alguna vez fue refugio, promesa, compromiso, brújula, hoy no es más que una convención vacía, un desfile interminable de enunciados urgentes, de torpes remedos de solemnidad que duran lo que tarda en llenarse el espacio que dejan.
Yo siempre fui muy defensora del valor de la palabra, tal vez porque me creía que en el principio fue el verbo y todo aquello, y porque me enseñaron que somos a través de las palabras que decimos; porque estaba convencida de que estamos hechos de palabras y de que una palabra tuya, al final, bastará para sanarme. Ingenua que es una, o más bien ilusa. Hasta no hace mucho -o quizá sí- dar la palabra, o tener palabra, eran sinónimos de honestidad y garantía de credibilidad, pero nos hemos acostumbrado al eufemismo ventajista, al titular, a la frase hecha que no compromete a nada, a lanzar palabras como el que tira papelillos, a no saber distinguir las voces de los ecos, a contestar sin haber oído la pregunta, a decir lo primero que se nos pasa por la cabeza, como si las palabras fuesen munición en un campo de batalla donde gana el que dispara primero. En definitiva, nos hemos acostumbrado al pensamiento fácil y único. Y pese a todo, como diría Blas de Otero, después de haberlo perdido casi todo, «me queda la palabra». La palabra como acto de responsabilidad, como declaración de intenciones, como resistencia. Porque defender la palabra es defender el territorio, muchas veces comanche, de la inteligencia.
Por eso, días como hoy deberían servir para atrincherarnos y reconquistar el valor de la palabra, para ser conscientes de que esos «mañana», «tenemos que vernos», «ya lo hablamos», «yo me encargo», «confía en mí», «te lo prometo» se han convertido en frases que se evaporan antes de que arranquen a hervir las intenciones, y para ser conscientes de que todo lo que decimos tiene, o debería tener, consecuencias. «No me ensucie las palabras», escribía Benedetti, «no les quite su sabor».
No hace demasiado tiempo Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno, preguntaba «¿quién va a pedir perdón al fiscal general del Estado?» intentando convencer con sus palabras de la inocencia de Álvaro García Ortiz. La sentencia del Supremo ha sido demoledora, -dos años de inhabilitación, multa e indemnización por irse de la lengua- y pone en evidencia la ironía de las palabras, ¿quién va a pedir perdón por haber colocado a la cabeza de la Fiscalía a uno que habló más de la cuenta? La insistencia del presidente y de su gobierno en mantener contra viento y marea a García Ortiz en el cargo ha generado una situación tan novedosa como traumática en el panorama político. ¿Quién se fiará de la palabra de Pedro Sánchez? ¿Quién defenderá sus palabras?
El Día Internacional de la Palabra debería ser una invitación –o, mejor dicho, una rebeldía- contra los discursos huecos, contra la mentira, contra la banalización de lo que hablamos, contra el viento, incluso, que se lleva las palabras una vez pronunciadas. Hoy, más que celebrarlas, habría que proteger las palabras porque están en riesgo de extinción. Tal vez bastaría con pesarlas, con medir el peso que tienen en la construcción y en la destrucción, en la percepción y en la realidad, en su significante y también en su significado. Para que la palabra sea tan libre que vuelva a dar pánico.
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