HOJA ROJA

La hora del cambio

El resto hay que olvidarlo, y por las grietas del olvido es muy fácil que se cuelen las calabazas, los fantasmas y todo lo demás

Esto se parece cada vez más al día de la marmota, al sudario de Penélope y a la piedra de Sísifo. Llega la fecha y, de pronto, nos empiezan a bombardear con lo dañino que es el cambio de hora y nos prometen que -esta sí que sí, de verdad de la buena- que será la última vez que tengamos que adelantar o atrasar el reloj para adaptarnos a no se sabe bien qué huso horario. Y siempre nos pasa, a estas horas no sabrá usted si son las diez o las once, las doce, la una, las dos o las tres -que cantaba Sabina-, pero lo dará por bueno pensando que, ni siquiera, Pedro Sánchezyo lo tiene claro: «ya no le veo sentido». Por una vez, estoy de acuerdo con él, porque yo tampoco le veo sentido.

Pero pasará, como pasa todos los años y enseguida encontraremos otro pitraco con el que entretener nuestro instinto carroñero. No hace falta ser un lince para olerlo, lo tenemos ahí, a la vuelta de la esquina, al final de la semana: el inútil combate entre Tosantos y Halloween que, como el eterno retorno, nos recuerda que, definitivamente, hemos perdido la batalla. Que sí, que durante años hemos hecho denodados esfuerzos porque las castañas y los huesos de santo se impusieran a la calabaza; que hemos repetido hasta la saciedad aquello de «cuan gritan esos malditos» sin darnos cuenta, al final, de lo espeluznantes que son los gritos del silencio, cuando hemos reducido a silencio la existencia de la muerte como si, por no nombrarla, por no honrar a los que se nos fueron, la parca fuese a olvidarse de su tarea. Así que ahora, que no sabe usted ni en qué hora estamos, le contaré una cosa.

Sacamos primero a nuestros muertos de sus camas para llevarlos a esos lugares impersonales y asépticos que se llaman tanatorios y que suelen estar siempre tan lejos, y tan escondidos como para que a cualquiera se le quiten las ganas de ir. Convertimos las salas de duelo en pequeños recibidores de visitas y sustituimos la calidez del consuelo a media voz por un carrito de canapés y viandas, como si se tratara de una recepción de embajada cutre. Suprimimos el llanto y el lamento y quitamos a todos los niños del medio, «son muy pequeños para saber de la muerte». Y nos vamos en cuanto oscurece, negándole al muerto la última compañía en su última noche en este mundo. A todo lo que hacíamos antes, –el velatorio, el luto, los pésames y el ánimo– le pusimos la etiqueta de «antiguo», tan antiguo como el entierro, porque una vez desnaturalizados y alejados de las ciudades los cementerios, queda todo reducido a un mero trámite de espera ante una puerta donde todo acaba. Y así perdimos los referentes, como quien pierde el norte.

Ni entierro, ni cementerio, ni muerto, ni muerte. Ese es uno de los problemas más graves de nuestra sociedad actual; la mala gestión de las emociones, la poca educación sentimental que tenemos y esa obsesión por eliminar el espacio y el tiempo, por eliminar, en definitiva, la trascendencia. Solo existen el aquí y el ahora. El resto hay que olvidarlo, y por las grietas del olvido es muy fácil que se cuelen las calabazas, los fantasmas y todo lo demás.

La tradición de visitar y adecentar las tumbas y recordar a nuestros muertos no es, como algunos quieren señalar -para denostarla aún más-, cosa de beatas y de iglesias. Está en todas las culturas, piénselo. Los romanos -tan poco cristianos ellos, por cierto- ya rendían culto a sus antepasados, al tiempo que les advertían del fatal desenlace, con aquel «memento mori», que es tan hermoso como nuestro «recordar» que significa volver a pasar por el corazón. Traer de nuevo a nuestra memoria a los que se fueron, a los que nos acompañaron, a los que nos dieron la mano cuando aún no nos sosteníamos en pie. A los que tenemos olvidados.

Pero olvidar a nuestros muertos no nos libra de ellos. Tampoco el truco y el trato nos van a salvar de la única certeza que tenemos: la muerte es la última parada de la vida, pero la vida no puede avanzar sin la muerte, aunque parezca una paradoja. Recordar a los muertos es, también, celebrar la vida.

No se trata de las castañas, ni de los huesos de santo, ni del Tenorio, ni siquiera de demonizar la fiesta de Halloween. Se trata de educar nuestros sentimientos más allá del infantilismo con el que esta sociedad nos adoctrina y nos banaliza. Ya lo decía Saramago «no todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que ríen, siempre habrá otros que lloren».

Y eso no cambia por una hora de más.

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