Opinión
La que estáis 'fomeando' chiquillo
Usted no es nadie si no estuvo en el concierto de Jennifer Lopez, si no hizo cola para entrar en el estadio, si no le vio las cachas y las extensiones a la del anillo
Parece que la culpa la tuvieron las redes sociales. Sí, sí, no se haga el tonto que usted también lo ha pensado muchas veces. Lo que parecía un juego inocente, unos pies en la playa, un «aquí sufriendo», el cumpleaños de mi mejor amigo, la boda de mi prima, la barbacoa sin Georgie Dann –eso ya era un motivo más que suficiente para sospechar-, un plato de papas con chocos con un toque de amontillado y un tomate seco de mi jardín ecológico… se fue convirtiendo en una forma de vida para mucha gente, muchísima. Pasamos de «lo que no está en las redes, no existe», -con Facebook como las sagradas escrituras que custodian las verdades más verdaderas-, a la obsesión por mostrar siempre la mejor versión de uno mismo para no levantar sospechas y dejar al descubierto las vidas mediocres y aburridas que, en el fondo, todos tenemos.
Y, después del COVID, qué quiere que le diga. La gente se había acostumbrado al relato de su vida: yo haciendo pan, yo bailando bachata, yo leyendo a Proust, yo arropando a los niños en la cama, yo recomendando series y ya fue imposible parar. Es lo que tienen estas cosas, que cada vez la dosis tiene que ser más alta para mantener el equilibrio en la barra sin red a la que nos habíamos subido con las redes y con el aislamiento social. Ya no bastaba el viejuno Facebook, sino que había que estar en Instagram en TikTok, en Threads -¿sigue alguien en Threads?-, había que irse de Twitter -y publicarlo, porque si no, no servía para nada irse de Twitter- y había que estar en todas partes, a todas horas, para que no se nos notara el pelo de la dehesa. Había que demostrar que, nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos y que del COVID no habríamos salido mejores, no, pero sí mucho más intensos y más disfrutones.
Así llegamos al FOMO, el «fear of missing out» acuñado en 2004 que nos ha llegado muy tarde pero con mucha fuerza; el miedo a perdernos algo, el fenómeno psicológico que describe la ansiedad que nos produce saber, o intuir, que otros están haciendo cosas gratificantes de las que uno está ausente. Y sobre todo, el miedo a que los otros piensen que, mientras ellos están disfrutando, uno está en pijama y zapatillas viendo series y comiendo pizza congelada. Muerto de asco. Muerto en vida. Muerto. Porque en este nivel del juego no basta con vivir, sino que hay que crear contenido y optimizar la existencia. El aparentar convertido en arte.
El fenómeno FOMO ha llegado para quedarse y nos ha arrastrado hasta las profundidades de un mar peligroso y vicioso del que es muy difícil salir, porque el FOMO solo se cura con más FOMO, más dependencia de las interacciones virtuales, menos bienestar emocional, estrés por malas experiencias en las redes sociales, inseguridad, soledad, complejo de inferioridad por no haber acudido a un evento, falta de autoestima… en fin, nada de lo que le diga le sorprenderá porque todo nuestro alrededor está contagiado. Haga la prueba, solo tiene que decir las palabras mágicas «¿estuviste en…?», »¿te has enterado de…?», «¿nos vemos en…?» para que el pequeño mundo en el que vivimos se tambalee. También ha llegado la epidemia a la política. Uno no es nadie si no está en las conversaciones de Koldo, si no se ha hecho una foto con Feijóo -no hace falta que sea en un barco ni con crema solar en la espalda-, si no ha estado en el comité federal del PSOE.
Y trasládelo a Cádiz. El FOMO es ya parte del verano gaditano. Usted no es nadie si no estuvo en el concierto de Jennifer Lopez, si no hizo cola para entrar en el estadio, si no le vio las cachas y las extensiones a la del anillo. Y no es nadie si no fue, al día siguiente, al muelle para ver a Marc Anthony, y poder escribir en sus redes «Yo estuve allí», como hicieron los soldados de Napoleón en las pirámides, porque -confiéselo- no se sabía ni una docena de canciones ni de una, ni de otro. Pero había que estar, y sobre todo, había que contarlo. El FOMO ha cambiado, para siempre, la manera en la que nos relacionamos, sobre todo con la cultura. Devoramos libros, películas, conciertos, restaurantes, viajes, no solo para disfrutarlos sino para grabarlos con nuestro móvil y para no sentirnos excluidos del universo social. Lo peor no es no estar, sino que estén otros.
Yo tengo FOMO, lo reconozco, pero no es culpa mía. Es culpa del Ayuntamiento que no para de programar cosas, como si no hubiera un mañana, o tal vez porque tienen miedo de que no haya un mañana. Será que es nuestro Ayuntamiento el que tiene FOMO, pero como sigan así, van a acabar conmigo. Y con medio Cádiz.
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