Hoja roja
Contra la desinformación
Apenas un cuarto de la población española –tan culta, y que tanto va a los museos y a las excavaciones arqueológicas- usa habitualmente los servicios bibliotecarios
Por si usted es de los que cree que el mundo es un poco peor porque Juan del Val haya ganado el Premio -¿premio?- Planeta, o porque el Nobel de Literatura se lo lleve alguien con apellido más impronunciable cada año, o porque María Pombo ... siga sin leer un libro, sabrá que esta semana se celebra el Día Internacional de las Bibliotecas y también sabrá que, este año, la Dirección General del Libro –el Ministerio de Cultura, vamos- ha decidido festejarlo con el lema «Contra la desinformación: bibliotecas» y con un cartel, cuanto menos, inquietante, que posiblemente concibieron como un pasodoble, pero que les ha quedado como un cuplé, y de los malos: un libro convertido en martillo no es , precisamente, una imagen tranquilizadora. El caso es que hace unos días, el secretario de Estado de Cultura, Jordi Martí Grau, presentaba los datos definitivos de la Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales, y entre trompetas triunfales y fanfarrias, proclamó que nunca en España los jóvenes habían leído tanto como ahora, y que todo era, por supuesto, gracias al gobierno de Pedro Sánchez, y a su bono cultural. Es cuestión de cómo se vea el vaso, claro está. El vaso medio lleno, o el vaso medio vacío, como las bibliotecas en nuestro país. Esa parte de la encuesta la pasó ligerita el secretario de Cultura en su presentación, porque apenas un cuarto de la población española –tan culta, y que tanto va a los museos y a las excavaciones arqueológicas- usa habitualmente los servicios bibliotecarios; y cuando los usa, lo hace, fundamentalmente, como sala de estudios, donde se presupone que hay que estar más callados que en misa, para no molestar ni siquiera a los que van provistos de auriculares para obras –que yo los he visto- y no alterar el orden y la ley del opositor; que no lo digo por decir, vaya por delante, y que no me parece del todo mal.
Pero resulta paradójico que tengamos un sistema público de bibliotecas –gratuitas, democráticas, inclusivas y todos los apellidos que la ley les reconoce- y que solo uno de cada cuatro españoles sepa para qué sirven. Contra la desinformación, ya sabe… como los documentales de la 2, todo el mundo los considera esenciales, aunque nadie los ve. La mayor desinformación está precisamente en que los usuarios no conocen los servicios que prestan las bibliotecas y en el peso de la tradición que el imaginario colectivo ha ido elaborando en torno a las bibliotecas. Las bibliotecas son las instituciones culturales más valoradas por la ciudadanía –un 8.7 le dan en las encuestas- y, a la vez, las que menos se utilizan, o las que peor se utilizan, por desconocimiento, por desinformación.
Las bibliotecas en España –y en Cádiz, ya ni le cuento- son, básicamente, lugares para estudiar o para que los chiquillos pasen la tarde viendo títeres y haciendo manualidades. La mayor parte de la gente –incluyendo a los gestores administrativos- considera que los libros están de adorno en las estanterías –luego criticamos a María Pombo-, que la inversión pública que se realiza es más que suficiente –ya tenéis bastantes libros- y que el personal de las bibliotecas está, o leyendo todo el día, o rascándose y que para lo que tienen que hacer –mandar a callar- tampoco hace falta ni formación ni, por supuesto, promoción o implementación de las plantillas. «Qué bonito –dice la gente- trabajar en una biblioteca, rodeado de libros», «qué tranquilos están», «qué paz y qué silencio» y todas esas cosas que se pontifican desde el desconocimiento, desde la desinformación que grita a los cuatro vientos –y con martillo incluido- el lema de este año.
La desinformación no está solo fuera, también la tenemos dentro. Los usuarios –o usuarias- pocas veces conocen todo lo que su biblioteca puede hacer por ellos. No saben buscar la información, no saben cómo moverse en las salas, no conocen los servicios que prestan las bibliotecas y, lo que es más grave, deben creer que las hadas de la Bella Durmiente van por las noches a seleccionar, catalogar, clasificar, ordenar y colocar los libros en los estantes para que cada mañana el bibliotecario –o la bibliotecaria- vaya a calentar la silla y a tratar de malos modos al que se atreva a interrumpirlo de su lectura o de sus compras por Internet.
Así que, como recomendación, esta semana, pruebe a visitar alguna de las bibliotecas públicas de las que tenemos en la ciudad. Y hágalo sin prejuicios, por favor, pensando en cada euro que en este país se invierte en servicios y fomento de la lectura. Lo mismo hasta llega a entender por qué Juan del Val ha ganado el Premio Planeta.
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