Opinión

20 de abril

Cultura, tradición, patrimonio, turismo no son más que atajos para disimular que este país, a pesar de todo, sigue marcando en rojo los días señalados por la Iglesia Católica

Yolanda Vallejo

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Aunque a usted le pueda parecer que no, en esta santa semana han pasado muchas más cosas en el mundo que nada tienen que ver con la lluvia, con las procesiones o con ese empeño de blanquear una celebración estrictamente religiosa dándole nuestros apellidos. Cultura, tradición, patrimonio, turismo no son más que atajos para disimular que este país, a pesar de todo, sigue marcando en rojo los días señalados por la Iglesia Católica. Que sí, que aquí somos todos muy laicos y hay que separar la vida de diario de la supuesta otra vida, y esto es el carnaval de los curas, y las hordas de penitentes –he dicho penitentes y no nazarenos, que también hay quien se engancha con estas cosas- nos invaden y se apropian de nuestras calles, y no paran con el racarraca, pero después… a quién no le va a gustar un puente de cuatro días en primavera, o a quién le amarga un dulce en Navidad.

Desde la caverna no se ve lo que pasa fuera, y con la edad, todas las gafas nos obligan a mirar de cerca. Tan de cerca, que el mundo sigue girando en el espacio infinito y no nos damos cuenta. Haga la prueba. Los periódicos, los informativos, las redes sociales –me apasiona la gente que se sigue desahogando en Facebook- llevan una semana desplazando noticias para dar titulares cargados de impostado dramatismo con olor a incienso, como si no hubiese nada más importante. Y no me parece mal; al fin y al cabo, venimos de dónde venimos, estamos donde estamos y nadie sabe dónde estaremos mañana. Pero la pasión, nunca mejor dicho, no puede cegar el conocimiento.

Verá. En los últimos siete días ni se ha roto España –le quedan aún algunos flecos-, ni Trump ha invadido los mercados internacionales. Siguen, eso sí, los conflictos en Ucrania, aunque ya nadie se acuerde, y en Gaza, aunque nadie quiera acordarse. Se nos fue Mario Vargas Llosa y los mismos que lo despreciaron en vida, lo recibieron con palmas y olivos en la hora de su muerte. Ya sabe, todo el mundo ha leído su obra –claro, claro- todo el mundo se pregunta cuándo se jodió el Perú, todo el mundo tiene una foto con él o mantuvo una conversación en la catedral. Y al final, ni siquiera la muerte, a pesar de lo que decía Manrique, nos iguala. Yo siempre cuento - porque me parece una de las cosas más fascinantes que me han pasado en el trabajo-, que cuando el Nobel peruano-español dio el salto a las revistas del corazón, una señora llegó con urgencia a la biblioteca y me preguntó: «¿tiene libros del novio de la Preysler?». A mí, que soy una friki bibliotecaria, me pareció maravilloso que gente que no se había acercado nunca a la lectura hubiese encontrado un motivo para leer, pero aún más me fascinó que la rueda de la fortuna hubiese despojado al autor de «la ciudad y los perros» de toda literatura y, por eso, le ofrecí algunos títulos para que pudiese escoger. La señora no lo tenía del todo claro y me peguntó «¿en cuál de ellos habla de la Preysler?». Esto es todo lo que puedo contar de Vargas Llosa, que no es poco. Porque esto que le he contado es aplicable a cualquier cosa en esta vida.

La consejera de Fomento, Rocío Díaz, anunciaba a principios de semana que los niños andaluces iban a tener el transporte gratuito a partir del verano, pero no dijo-que los fondos los aportaba el Gobierno central. Oscar Puente –el ministro de los trenes- se enfadó tanto que mandó a uno de los suyos a que le escribiera una carta a la consejera dándole algo más que un toque de atención y, como ya podrá usted imaginar, la cosa va a los tribunales. Otro lío o, mejor dicho, otra sombra para que, desde la caverna, no podamos ver lo que pasa fuera, ni escuchar a la novia de Ábalos –de Ábalos y de Koldo también tengo una historia, y también en una biblioteca, pero se la contaré otro día-, ni saber las intenciones de Pedro Sánchez con los próximos presupuestos, ni pensar con claridad lo que está pasando en este país.

Hoy es 20 de abril, aunque sea domingo de Resurrección, y para los que ya acumulamos trienios de vida y años de caverna, el 20 de abril siempre nos lleva a Los Celtas Cortos y a aquella cabaña del Turmo que nos recuerda que el tiempo pasa para todos. Así que, «ya me despido» y aunque no soy tan pretenciosa como para creer «que mis palabras desordenen tu conciencia», espero, al menos, que nadie nos robe lo que nos queda del mes de abril.

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