TRAMPANTOJOS

Brevísima Sevilla de fríos

Disfrutemos de estos días helados imaginando que quizás recuperemos la estampa nevada de 1954

La Encarnación amaneció nevada el 2 de febrero de 1954 ABC
Eva Díaz Pérez

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Parece una postal exótica o un recuerdo de algo que nunca existió. La última vez que nevó en Sevilla fue en febrero de 1954 y parece una crónica antigua, una fabulación que nos cuentan los niños que jugaron en esa Sevilla de nieves. Sin embargo, en estos días de hermoso invierno asoma una ciudad que se esfuma en la niebla y en las azoteas heladas.

No sabemos si podría volver a nevar en Sevilla, pero imaginemos que uno de estos días ocurre ese milagro. Aparece entonces el hermoso álbum de fotografías que Romero Murube hizo de aquellos días nevados sobre el Alcázar de 1954. Romero Murube describió la extrañísima Sevilla de nieves o de cellisca, ese temporal de agua y nieve muy menuda, que es la limosna de nuestros inviernos.

Qué hermoso imaginar una Sevilla subrayada por perfiles azules de nieve. Pasear por calles frías color ceniza, con olor a leña, alhucema y estiércol mojado. Rafael Laffón en «Sevilla del buen recuerdo» escribía sobre los días lóbregos cuando «el viento, con resoplido de potro loco, apagaba los mecheros de gas de la calle, y los serenos perseguían a algún gemebundo fantasma amortajado».

Y Blanco White evocaba en sus nostálgicas «Cartas de España» los días de calor, pero también los de frío:el ambiente doméstico alrededor de la camilla del brasero, «ese dulce brasero de cobre, cuánto te he llorado, amigo mío», o cómo se preparaban las casas sevillanas para el invierno. Porque el frío que hace en los interiores de las casas asombra incluso a la gente que viene de lugares septentrionales.

Ahora hay quien echa de menos el calor, pero disfrutemos de esta brevísima Sevilla de fríos. Paseemos por una ciudad de inviernos discretos en los que sorprenden la sal para la nieve, las máquinas quitanieves o el vino de hielo. ¿A qué sabrá ese vino hecho con uvas congeladas?

En estos días me gusta leer memorias de la infancia de escritores del frío como el checo Jaroslav Seifert —Premio Nobel de Literatura—, que en «Toda la belleza del mundo» recuerda el río Moldava helado y el estruendo del deshielo al chocar con los pilares del puente Carlos en Praga, las sábanas que se llenaban de escarcha y los trozos de hielo y de nieve que caían de los tejados colgando como trapos. O el húngaro Sándor Márai, que en «Confesiones de un burgés» recuerda su casa de la calle Fo de Budapest, cuando en el recibidor los abrigos de piel de los invitados se llenaban de escarcha. Un mundo extraño que quizás podemos intuir en estos días de soles turbios. Disfrutemos mientras dure.

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