#Atrofia
La vida no es precisamente eso que se lee en las tazas de Mr. Wonderful
Fumábamos colillas del suelo. Después íbamos a casa de alguno para tomar colacao en cucharadas soperas; así evitábamos la delación del aliento. En las rodillas, coleccionábamos postillas, y las batallas no eran con espadas de espuma, sino a pedradas. Todos teníamos entre nuestros galones haber recibido alguna paliza. A mí me la dio un hombre, inapelablemente, en un oscuro callejón: nos divertía ir a molestar a las parejas que hacían el amor en el interior de sus coches. El entretenimiento era correr cuando el novio nos descubría. A veces, doy fe, te podían pillar.
Miro a mis hijos hoy y tengo sentimientos encontrados. Por un lado, agradezco que no hayan salido como yo. Pero por otro, me angustia que mi exceso de celo los esté incapacitando para la vida. Sus rodillas son impolutas, no hay rastro de caries en sus dientes, consumen una dieta equilibrada, juegan en parques bien cerrados, protegidos de cualquier peligro. Y sobre todo son refractarios a la picardía. Mi infancia, tal como la recuerdo, no tenía ese tono pastel de las tiendas de golosinas que envuelve su cotidianidad, y los perros se conducían solos, sin bozal, por las calles. Nos hacíamos sangre en las rodillas porque no existía el césped artificial: todos los campos eran de albero.
No quiero decir que lo nuestro fuera mejor. De hecho a veces pienso que es casi milagroso que hayamos sobrevivido. Pero la vida no es precisamente eso que se lee en las tazas de Mr. Wonderful. En estos tiempos de corrección exacerbada, conviene recordar que ahí fuera existe el mal, que hay gente que odia y que mata, que a veces hace frío. También que el dolor, dice Byung-Chul Han, es constitutivo de la experiencia. Queremos hijos felices, pero dios nos libre de la melifluidad. La vida sin heridas deviene en atrofia.
