Las horas perdidas

El valor de mi tiempo fluctúa más que el de las criptomonedas. Cambia a lo largo del día y de los años

Rosa Palo

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«Oye, ya sé que estás ocupada, pero yo también». Aquella primera frase del audio de WhatsApp resonó como un disparo en medio de la cocina. Si quería que le hiciera caso, lo había conseguido. Dejé de picar cebolla, me lavé las manos y escuché.

La bala de aquel tipo me hirió en el estómago al considerar que su tiempo era, al menos, tan valioso como el mío, incluso más. No sé cómo lo habría cuantificado, si en euros, en yenes o en monedas de a ocho, pero había llegado a esa la conclusión. Errónea, claro, porque el mensaje era una gilipollez. Pero resultaba lógico que ambos valoráramos el tiempo de forma distinta, ya que él era de los que justificaban que solo veían a sus hijos media hora al día aduciendo 'tiempo de calidad', ese concepto acuñado por los mismos creadores de «yo puedo ser infiel, pero no desleal» para justificar que ponen los cuernos.

El valor de mi tiempo fluctúa más que el de las criptomonedas. Cambia a lo largo del día (el de picar cebolla no vale demasiado, que tampoco es que servidora sea Carme Ruscalleda, pero el de escribir sí, porque me da de comer) y de los años: el tiempo, que antes me ahogaba porque transcurría tan lento y tan pesado que acababa aplastándome, ahora corre rápido, vertiginoso. Pero, a pesar de que la vida ha pasado de ser un viernes por la tarde a convertirse en un domingo por la mañana, sigo perdiendo horas como si me quedaran todas las del mundo: el sábado me tiré media tarde enganchada a un programa de repostería. «No sé para qué ves esas cosas, si luego no haces ni un triste bizcocho», me dijo mi santo. No entiende que los dulces catódicos son los únicos que no engordan. Y que las inversiones que más me rentan son a fondo perdido.

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