Opinión

Colegios vacíos

«Se acabó el ruido, cesó el alboroto, se adormecieron las prisas, se fueron los gritos, las risas y el murmullo. Solo quedó el tenue eco que fue desvaneciéndose y haciéndose más débil y más frágil...»

Nico Montero

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Mientras Ana recoge sus últimos cuadernos y lápices, y va guardando esos regalos y dibujos llenos de sinceros afectos, contiene con esfuerzo la emoción acumulada en su última jornada como docente. No solo fue maestra de itinerarios académicos, siempre cambiantes y a la deriva de los vaivenes de la política educativa, sino de otro currículo oculto y poco valorado, el de ser maestra en esta aventura sin libro de texto ni programación didáctica que se llama vivir. Después de toda una vida, henchida de las alegrías y los sinsabores de un oficio tan humano y difícil de gestionar con equilibrio, ha llegado la hora de decir adiós con una sensación agridulce y un sabor acidulado al sentir, a la vez, satisfacción, descanso y una honda tristeza y melancolía.

Se acabó el ruido, cesó el alboroto, se adormecieron las prisas, se fueron los gritos, las risas y el murmullo. Solo quedó el tenue eco que fue desvaneciéndose y haciéndose más débil y más frágil, hasta silenciarse. Los pasillos, antes hervideros y autopistas del tránsito colegial, por donde pululaban cientos de alumnos en todas direcciones, se convirtieron de golpe en largos tramos de túneles vacíos y solitarios, donde ahora solo resuena el leve crujido de un viejo pupitre y el empuje del viento zarandeando las persianas y agitando las sufridas puertas de las aulas.

Nada más triste que un colegio vacio, un patio sin niños, un aula desierta. La alegría desbordada por el inicio del periodo de descanso veraniego contrasta con la soledad que se instala entre los viejos y no tan viejos muros de los centros educativos, testigos inertes de tanta vida concentrada en la jornada escolar. Durante el curso, los colegios de aquí y de allá han sido la segunda casa de muchos niños y adolescentes, y para algunos, que tristemente sufren pesares y vulnerabilidad, fue la primera casa por excelencia en la que se sintieron queridos y protagonistas de una historia compartida que puso en valor su capacidad e hizo crecer su autoestima. Para otros, supuso el reto de superar dificultades, o de enfrentarse a sus miedos, o de plantar cara a los hostigadores y malos compañeros, que a veces inoculan en los centros lo peor de la condición humana. En esa aldea que llamamos escuela, la sociedad se despliega en todas sus formas, lo bueno y también lo detestable, convirtiéndose en una oportunidad crucial para aprender e interiorizar el valor de lo bello, la fuerza la honestidad, la competencia de la decencia y el valor absoluto del respeto como credo innegociable y siempre por estrenar.

Ana se aleja del centro, mientras camina sola por la avenida. Ha sido significativa en la vida de muchos chicos y chicas que pasaron por sus aulas. Seguramente no será capaz de calibrar el alcance que tuvo su acción en la vida de otros, y ni siquiera estos otros tendrán conciencia clara de todo lo que de Ana llevan en su mochila y bagaje personal. Al mirar atrás, todos recordamos a docentes que dejaron su huella en nosotros, y no fue solo por lo que nos dijeron y enseñaron, sino por cómo vivieron. El poder del testimonio personal, de los gestos, de las acciones, cala más hondo que cualquier discurso y cualquier lección magistral impartida. Por eso, hoy más que nunca, en la época donde cohabitan tiktokers de la basura, influencers de la mediocridad, y el coro de los profetas de la banalidad, hace falta educación en mayúsculas, la incomparable confluencia del saber y la ciencia que forjarán el espíritu crítico, la tolerancia y la búsqueda de la verdad. Mi reconocimiento y admiración por todos los docentes. Feliz verano.

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