Opinión

Navidad Feliz

Mi padre me prometía, cada año, llevarme a Belén a ver el Nacimiento del Niño Jesús

José Colón

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Mi padre me prometía, cada año, llevarme a Belén a ver el Nacimiento del Niño Jesús. Tal y como nos contaban las cosas en el colegio, mi torpe entendimiento de las metáforas y mi imaginación me hicieron querer entender que el Nacimiento sucedía cada año realmente. Solo me bastó descubrir -con cinco diciembres- que Belén estaba en Portugal, para atormentar pidiéndole ese viaje a quien nunca me negaba nada.

¡Cuánto hubiera ayudado a José Colón (el auténtico, no este impostor que escribe) que en aquellos tiempos se celebrara alguno de los Belenes Vivientes que hoy proliferan por los pueblos de la Provincia! Lo descubrí cuando llevé a mis hijos por primera vez a ver el de Medina.

Mis niñas tenían la misma edad en la que yo me entretenía leyendo mapas y me resultó fácil hacerles creer que la escenografía y los personajes eran reales. Pero, como en mi época no había más representación que la que se llevaba a cabo en el colegio San Martín -y yo no me la creía-, no me quedaba más remedio que vigilar por la ventana de la terraza, que daba a la vía del tren, esperando a ver la estela de la Estrella a medida que se aproximaba la Nochebuena y darle la matraca a quien soportaba mi unicidad filial.

Era una época mágica, en la que los niños de ambos lados de la vía estábamos igualados al sentarnos frente al televisor y soñar con el Mágico Mundo de Colores y una Disneylandia que sabíamos que existía pero entendíamos que era inalcanzable, sin que esa imposibilidad nos causara mayor trauma que el corte de luz que se produjo durante la emisión del primer capítulo de 'Érase una vez el hombre'.

Fíjense que aún hoy me emociono cuando yo mismo canturreo la entradilla de aquellas tardes de vacaciones y vuelvo a sentir la frustración que me produjo aquel contratiempo eléctrico cuando rememoro el episodio. Mis hijos, en cambio, ni siquiera recuerdan la primera vez que fueron a Disneylandia (no arriesgaría mucho si incluso menciono la segunda).

En mi casa no existían los problemas de agenda. Celebrábamos todo en la de mi tío Fernando, sin discusión. La Nochebuena allí era una auténtica fiesta pantagruélica desde la tarde del día 24 hasta bien entrada la madrugada, en la que se montaba una pista de baile en el salón y participaban todos mientras los primos comenzábamos a dejar entrever, muy tempranamente, cómo sería nuestra adolescencia hurtando fondillos de cubatas y marcando territorio en el tocadiscos.

El esquema se reproducía exacta y literalmente el día de Navidad, la Nochevieja y el día de Año Nuevo. La misma gente, la misma cantidad irracional de comida y el mismo nivel de excelencia marca de la Casa. Y la misma felicidad que se disfrutaba en todas y cada una de las citas así pasaran los años. Nunca defraudaba.

Yo observaba a mi tío Fernando y soñaba con ser como él, de mayor. Siempre confiado y seguro de sí mismo, noble y socarrón, constructor de su vida desde la nada y propietario de esa Felicidad a los ojos de un niño solitario, inseguro y acomplejado que se refugiaba mirando hormigueros o inventándose historias que le hicieran sentir importante.

No lo he conseguido. Acabo de cumplir medio siglo y no he sido capaz de aproximarme siquiera. No he logrado ser tan querido, tan admirado y, lo que más me duele, tan capaz de hacer dichosos a quienes me rodean. A pesar de haberlo intentado.

Hoy quisiera volver a contar hormigas, a pedirle a mi padre que me lleve a Belén, a hacer la compra de Navidad con mi mami y a soñar con empezar de nuevo, con la ilusión de llenar mi silla, que, aunque ocupada, está más vacía que nunca.

Ustedes me perdonarán.

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