Opinión
Un Falla que nos retrata
Estoy viendo desde un tiempo a esta parte que el concurso no hace más que subrayar la incoherencia contemporánea, porque todos sabemos que este mundo está torcido, pero tampoco nos interesa enderezarlo
Este próximo enero, cuando comience el Concurso Oficial del Teatro Falla, Cádiz volverá a convertirse en un espejo social. No será solo un certamen de coplas porque por año me parece que lo que nos hacen es un examen colectivo.
Entre tangos cuplés, pasodobles y popurrís, se cuelan verdades que duelen más que cualquier dolor de tripa. El concurso deja claro desde hace décadas que el mundo no tiene arreglo. O mejor sería decir que no queremos arreglarlo. La sociedad actual vive instalada en una contradicción profunda. Por un lado, nos quejamos de la corrupción, del consumismo, de la desigualdad, de la pérdida de valores, del individualismo y de lo mal que va todo pero por otro seguimos girando en el mismo carrusel y montados en el mismo caballito sin atrevernos a saltar. Es más cómodo adaptarse que enfrentarse. Más fácil buscar un hueco en la rueda que intentar frenar su movimiento.
En ese sentido, la sociedad de hoy se parece demasiado a algunos grupos que llegan al Falla soñando con el pelotazo antes que, con la copla, lo importante no es cambiar nada, sino triunfar. Las agrupaciones llevan años recordándonos que somos cómplices de aquello que criticamos. Desde las chirigotas y coros que señalamos nuestra dependencia del móvil, hasta las comparsas y cuartetos que denuncian cómo tragamos, sumisos, lo que nos echen. Estoy viendo desde un tiempo a esta parte que el concurso no hace más que subrayar la incoherencia contemporánea, porque todos sabemos que este mundo está torcido, pero tampoco nos interesa enderezarlo. Preferimos adaptarnos a todo y buscar el éxito. Compruebo que el público que va al Falla son espectadores de un concurso que cada vez tiene más focos y menos intención. Nuestro concurso es un espejo de la sociedad como os decía, donde hay más ruido, más escaparate, más ganas de figurar, más ganas de ser el mejor, más ganas de ser el centro de atención. Mientras el planeta completa su caída libre, la mayoría solo busca asegurarse un asiento en la función. El espíritu crítico se consume, pero el deseo de triunfo aumenta, aunque sea efímero y vacío.
Quizá por eso el Falla sigue siendo tan imprescindible. Porque, aunque el mundo no tenga solución, alguien tiene que cantarlo. Aunque nadie quiera cambiar nada, alguien tiene que señalarlo. Y aunque la sociedad viva obsesionada con adaptarse y sobrevivir, siempre habrá una agrupación que al menos nos recuerde que la resignación también es una forma de derrota. En estos últimos años podríamos contar con los dedos de una mano este tipo de agrupaciones que intenta cambiar algo antes que adaptarse y buscar solo el triunfo. Nos queda el consuelo que el Falla nos sirva como recordatorio incluso en tiempos de apatía generalizada, donde la sátira mantiene viva un último rescoldo de conciencia. Ese pellizco incómodo que te hace mirar de reojo tus propias contradicciones. Porque el concurso no arregla nada, es verdad, pero al menos te obliga a preguntarte por qué sigues siendo espectador de una realidad que podría ser distinta. Mientras tanto, seguirán sonando las coplas, aunque nadie quiera cambiar la música.
El Carnaval no puede cambiar el mundo, pero al menos debería de tener la decencia de decirnos cada febrero que si el mundo no cambia es porque no queremos.
Mientras sigamos prefiriendo el aplauso al compromiso, el éxito al esfuerzo y la adaptación a la rebeldía, seguiremos viviendo en un gran teatro… pero no precisamente en el Falla.
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