OPINIÓN

Umbral del dolor

«Hay quien ya predijo que veríamos cosas que nos helarían la sangre. Tanto se nos ha helado que, algunos ahora parece que cuando les pinchan, no sangran»

Miguel Ángel Sastre

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No hace mucho, hubo un tiempo en el que una noticia con repercusión hacía temblar los cimientos de nuestro país. Un escándalo podía llegar a ser el detonador de una dimisión por el impacto que tenía en los medios de comunicación y, por extensión, en la opinión de los españoles.

Quizá sea porque antes casi toda acción poco ética parecía novedosa, quizá sea porque no había tantas opciones para acceder a la información. Y es que, da la sensación que cualquier disonancia en el funcionamiento de nuestra democracia, hace menos de diez años, resonaba con más potencia que ahora.

Quizá lo que nos pasa ahora sea lo contrario a quien entra en una habitación con la pared de color blanco y solo ve una mancha en ella: inmediatamente, tras localizarla, puede limpiarla. Ahora, al entrar en la habitación se ven tantas manchas que, quien entra, inmediatamente se da la vuelta, cierra la puerta y olvida lo que hay dentro. Quien se propone denunciar lo que está pasando, puede que no sepa ni por dónde empezar a quejarse.

Hay quien ya predijo que veríamos cosas que nos helarían la sangre. Tanto se nos ha helado que, algunos ahora, parece que cuando les pinchan, no sangran.

El nivel de reacción de una parte de quienes nos rodean está bajo mínimos. No importa qué nueva patada se dé a la Constitución. No importa qué nueva falsedad nos cuelen. No importa qué principio se quebrante. Hay quienes siguen sin reaccionar. Hay quienes parece que los golpes no les duelen. Ya no hace efecto ni una prueba en forma de vídeo, ya ha dejado de provocar indignación cualquier hecho por muy grave que sea.

Porque la presión, y el dolor que está soportando nuestro sistema democrático, y que los ciudadanos aguantan, cada vez es mayor. No es solo el desprecio en las formas que sufren ciertas instituciones y que vimos escenificado durante la sesión de investidura en el Congreso de los Diputados. No es solo que las cosas se hagan, por parte de cierto sector de la clase política, única y exclusivamente para el propio beneficio. No es que, en conflictos internacionales, los que están en funciones estén apostando, por lo general, por quienes están en el lado incorrecto de la historia. No es que, desde el poder, se aliente la división en colectivos que defienden causas imposibles. Todo eso está mal, pero, de alguna manera, ya ha ocurrido.

El problema es que ahora, para sostener todo ese entramado, se están dando pasos inéditos. Los españoles hemos tragado que ciertas personas condenadas por la ley sean indultadas por aritmética parlamentaria. Hemos asumido que el partido compuesto por señaladores de objetivos a batir por la banda terrorista ETA nos dé a todos lecciones de ética y democracia. Hemos asumido tantas cosas, que nuestro umbral del dolor se ha elevado tanto que aguanta ya cualquier cosa. Tanto es así que está soportando que dos pilares esenciales de toda democracia hayan sido dinamitados: el primero, el control al gobierno desde el Parlamento; con el Congreso de los Diputados con su actividad noqueada. El segundo, que la aprobación de las normas sea previa a su aplicación; como el uso de los «pinganillos» que se empezaron a utilizar antes de ser aprobados.

La pregunta, llegados a este punto, es clara: ¿llegará un momento en el que superemos ese umbral? ¿O nos han convertido en faquires que soportan millones de agujas sin rechistar? No todo está perdido, y estamos aún a tiempo de decir que lo que está ocurriendo nos duele. Porque nos duele España y nos duele perder y dinamitar todo aquello que hemos conseguido lograr.

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