OPINIÓN

Todos amamos Corea del Sur

Seúl nos ha enseñado que, en el siglo XXI, el poder no se mide solo en armas, sino en canciones pegadizas y guiones adictivos que generan miles de millones

Quizás recuerden aquel 2012, cuando el mundo entero se puso a galopar con el Gangnam Style de PSY. Muchos lo vieron como un chiste viral, pero se equivocaban: era el caballo de Troya de una invasión meticulosamente planeada. Lo que llamamos Hallyu u ola coreana ... no es fruto de la casualidad, sino de una estrategia de Estado que ríase usted de la ingeniería alemana.

Nacida tímidamente en los 90 mirando a China, esta ola se transformó en un tsunami cuando el gobierno surcoreano decidió que la cultura sería su nuevo petróleo. No escatimaron en agentes: el Ministerio de Cultura, Deportes y Turismo, junto a organismos específicos como KOCCA (agencia de contenidos) y KOFICE (intercambio cultural), orquestan este desembarco global. Existen incluso estudios gubernamentales y leyes, como la Ley de Promoción de la Industria Hallyu, que tratan al K-pop y los K-dramas con la misma seriedad que a los semiconductores.

La evolución ha sido de manual. De exportar novelas a Asia, pasaron a dominar las listas de Billboard y Netflix en Occidente. ¿Les dice algo «Las guerreras K-pop? Hoy, el fenómeno es masivo en América Latina, con México, Chile y Argentina a la cabeza del fervor, donde los clubes de fans funcionan casi como embajadas no oficiales.

Y el resultado económico es simplemente apabullante. Estudios recientes de 2024 estiman que las exportaciones relacionadas con contenidos Hallyu superan los 14.000 millones de dólares anuales. Solo el grupo BTS, incluso durante los 2 años de servicio militar de sus miembros, se calcula que aporta unos 5.000 millones de dólares al año a la economía surcoreana, equiparable a lo que facturan decenas de empresas medianas juntas. Además, uno de cada tres turistas jóvenes que aterriza en Corea lo hace movido exclusivamente por esta fiebre pop.

En resumen, se pude afirmar que Seúl nos ha enseñado que, en el siglo XXI, el poder no se mide solo en armas, sino en canciones pegadizas y guiones adictivos que generan miles de millones. Una lección magistral de cómo seducir al mundo entero.

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