OPINIÓN

La pena de perder la peana

Unos con Abderamán, otros con Mercedes Formica, todos tratan de decidir quién merece subirse al pedestal

Yo soy del Cádiz Beduino (del que llaman Puerta Tierra) y, a veces, me siento con una identidad tan profundamente posmurallera que tengo la tentación de ir remendando nombres de calles, demoliendo estatuas, reconfigurando memorias. Si al fin y al cabo los tanguillos y alegrías son más propios de Santa María y La Viña, ¿por qué dedicarles el nombre de dos calles de mi pequeñita patria? De Fantasía Bética, mejor ni hablar. Cuando paseo por el entorno de la calle Brasil, con inestable periodicidad, y contemplo el monumento al Tío de la Tiza, no puedo sino soñar con el día en que se retirará a ese intruso y se le devolverá al entorno del Falla, tan lejano de nuestros barrios como las estrellas que durante la noche tratan de luchar contra la invencible contaminación lumínica.

Quizá, amigo lector, me tenga usted por un grandísimo necio. Por un botarate que apenas es capaz de mirar más allá de las narices de sus prejuicios. Por un majadero que cree que son los nombres los que cambian a los hombres y que piensa que removiendo festivos se cambia el santoral. Y estará en lo cierto. Nuestros amigos del partido ése con el que hablar no significa negociar retiraron el busto de Abderramán III porque no les pareció que, al ser cordobés fuera digno de querer figurar en un pueblo de Aragón. Me parece un criterio lógico. En Cádiz, cuatro añitos antes, el partido ese que cambia más de nombre que Tamara (que, caprichos del destino, se hizo célebre con el ‘No cambié’) retiró un busto de Mercedes Formica del Palillero sin terminar de aclarar por qué. Aquí no se pudieron agarrar al nacimiento aunque, bien mirado, el hecho de que se fuera de la Tacita con once años es motivo suficiente para ‘desbustarla’. Mis dieces.

Ambas retiradas de efigies han coseguido lo contrario. Que se reivindicara la figura de la falangista feminista (a la que el Madrid de Carmena puso una calle en cumplimiento, precisamente, de la Ley de Memoria histórica) y la de un Califa gigante de cuando España era grande una vez más. Y es que cada cual puede medir su españolidad y el gradiante de grandeza según le plazca, en función de si se siente más púnico, más romano, más taifeño o más hasburguiano. Todos valen lo mismo, sea eso mucho, poco o casi nada. Le atribuyen a un torero la frase de «a mí que no me pongan estatua, que al día siguiente la cagan las palomas». Ahora toca esperar para ver qué estatua que ahora contemplamos con orgullo apeará algún iluminado de su peana cuando el viento cambie la veleta.

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