TRIBUNA

Hasta el fondo

La anécdota de esta semana ha sido, probablemente, la metedura de pata de nuestro presidente Pedro Sánchez y señora en la recepción del Palacio Real el 12 de octubre

La anécdota de esta semana ha sido, probablemente, la metedura de pata de nuestro presidente Pedro Sánchez y señora en la recepción del Palacio Real el 12 de octubre. Ya sabe, ese momento en el que tras darle la mano a los monarcas ambos se quedaron allí apalancados dispuestos a saludar a todo bicho viviente que les pasara por delante. Hasta que llegó un señor que muy educadamente les dijo que allí no pintaban nada ya. Esta anécdota, como todas en este país de gilipollas divididos en dos bandos en el que nos hemos convertido, ha servido para ahondar aún más en esa brecha que estamos creando entre todos. Los partidarios de Sánchez la minimizan y aprovechan para atacar al Rey y a la institución monárquica. Y sus contrarios se burlan de la pareja, riéndose de lo que consideran un espantoso ridículo. Cuando, desde un punto de vista estrictamente político, está historieta en sí misma no debería pasar de simple chascarrillo.

Sin embargo, si se analiza con un poco más de profundidad y tratando de aparcar las filias y fobias de cada cual, sí se puede extraer alguna conclusión ciertamente preocupante. A Pedro Sánchez y señora les ocurrió esto porque adolecen de la principal virtud que debe alumbrar a cualquier persona que se dedique al servicio público: la humildad. Realmente ellos pensaban que son tan importantes que su lugar en aquel momento era ese. Obviamente, se conjugó con un error fatal de protocolo, ya que alguien debió explicarles cómo iba la cosa. Pero ante la duda, ellos se quedaron allí, en lugar de retirarse discretamente. Salvando las distancias y entiéndanme el ejemplo, es un poco como cuando la selección ganaba Eurocopas y el Mundial y Vicente del Bosque se quitaba de la foto. Su humildad le impedía erigirse en protagonista. Y lo peor es que no creo que sea un problema exclusivo del actual presidente del Gobierno, sino más bien de la generación de políticos que actualmente dirigen los grandes partidos. No me extrañaría nada que algo similar le hubiese ocurrido llegado el caso a Albert Rivera o a Pablo Casado. Ante la duda de quedarse en el foco o retirarse discretamente, se quedan. Son todos jóvenes, apuestos, seguros de sí mismos y... pelín engreídos. Y el peor de todos, ahí donde lo ven, es Pablo Iglesias. En la firma de los presupuestos del jueves se le veía absolutamente enamorado de su imagen en el espejo. Con esa sonrisa que él mismo proclama de «mira a dónde ha llegado el hijo del proletario» que lejos de ser sana y motivo de alegría, esconde un rencor y un complejo de inferioridad alarmante. En esas manos estamos, rodeados por un lado y por otro. Jóvenes, engreídos, pagados de sí mismos, inexpertos, faltos de la humildad necesaria para dirigir los destinos de millones de españoles. Pero ahí están los tíos. Dirigiendo. Y metiendo la pata, claro.

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