Gutiérrez y el caso del domingo playero

El levante y los veraneantes pusieron a prueba los nervios del veterano inspector

Durante los meses de julio y agosto, a modo de divertimento, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia. (Puedes leer aquí la primera entrega de ... las andanzas del inspector Gutiérrez y aquí , la segunda).

Era el primer día libre que tenía Gutiérrez, así que decidió olvidar sus problemas en la playa. Su elegancia le hacía desconfiar de los atuendos informales. Una camisa pasada, un bañador con bolsillos, una gorra que compró en EE UU y unas grandes gafas de sol hicieron que, cuando salió de casa, la gente sospechara al verlo que se trataba de un famoso en rehabilitación o, vaya manera de pasar desapercibido, un secreta. «Ni de paisano me sale el incógnito», maldijo.

Ir con sombrilla, silla, nevera y demás enseres le parecía una inasumible vulgaridad, así que bajó sólo con las llaves, una toalla y un libro de Eduardo Mendoza que le habían recomendado, del que no había conseguido pasar de la página 12. Su aspecto duro le devolvía desconfianza cuando iba cruzando por la pasarela de madera. Confiando en fundirse con la naturaleza de aquella ciudad sureña, se descalzó y hundió sus pies en la arena. Y se fundió: la arena quemaba tanto que tuvo que correr a la orilla para encontrar algo de alivio. En la frontera del mar, la aduana de guijarros se le fue clavando como puñales. El otrora condecorado agente de la ley saltaba como Chiquito mientras ahogaba los gritos.

Tras andar casi medio kilómetro para encontrar un sitio, se dejó caer cerca de una breve familia que parecía tranquila. Apenas se hubo tumbado, notó un golpe en la creciente tripa. «Señor, perdona, ¿me das el balón?», le apremiaba el hijo adolescente de la familia de al lado que, de monoparental, había pasado a numerosa en apenas diez minutos. Si las miradas mataran, habría tenido que vérselas con asuntos internos otra vez. Volvió a tumbarse e, iniciado el babeo que precede al sueño, un «amigo, amigo, ¿pareo, tortuga, collar?» le devolvió a la vigilia. Se cruzó en su mente la idea de, placa en mano, dar un susto a quien lo había despertado. Sólo dijo «no». De nuevo en horizontal supo que casi se había dormido a las tres de la tarde, momento en que el ayuntamiento le recordaba por megafonía que el agua era un bien escaso y había que conservarla. «Pues el ruido no me impedirá leer mi libro». Razón tenía Gutiérrez, en este caso fue el levante quien lo hizo, que le dio un formidable bautismo de arena. «La cerveza, el fanta, el cocacola» llevaban las gotas que colmaron la paciencia del inspector. «Hay más tranquilidad en Comisaría». Gruñón como era, llevó su enfado y toneladas de arena a su casa. Miró el móvil. Tenía un mensaje de Martín: «Inspector, le noto muy estresado. Debería ir a la playa. Saludos».

(Continuará la próxima semana)

Artículo solo para suscriptores

Accede sin límites al mejor periodismo

Ver comentarios