Alfonso y sus cuitas fiscales

De todas las maravillas de estos años, lo que menos impresionó a nuestro caballero es cómo los poderosos gustan de proteger sus mutuas haciendas

Andrés G. Latorre

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Durante julio y agosto, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia.

Si había algo que a Alfonso no le extrañaba de esta época era la ... confrontación perpetua. La encontraba muy parecida a la de sus días aunque le sorprendía que, salvo deshonrosas excepciones, no saliéramos a la calle a darnos muerte a golpe de espada o mamporro. También le maravillaba cómo había cambiado el mapa desde su encantamiento y que León, Castilla, Navarra y Aragón fueran una sola nación. «¿Y decís que el rey no tiene revueltas que amenacen su poder? Y sus hermanas, si piensan que deben reinar, ¿no se rebelan con otros nobles por el poder?», preguntaba con ingenuidad de joven votante de izquierdas. Se reía cuando César y Víctor le explicaban que, habiendo reparto, nadie alzaba mucho la voz y que el padre del rey estuviera retirado con los árabes, con quien tanto había luchado Alfonso hasta acabar embrujado. Les hizo más preguntas sobre las compañías del rey, sobre sus guerras y sobre el diezmo de la Corona. Y Víctor y César, por temor a que estos pliegos no vieran la imprenta, fueron corrigiendo apreciaciones y matizando yerros. De rapear, ni hablamos.

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