AL FILITO
Sin perdón
Nadie puede sentir aquello de lo que carece (vergüenza), mostrar aquello que nunca se le enseñó (decencia) o actuar de un modo que resultara ignoto en su casa (entereza)
«Vergüenza» ha sido la palabra más oída desde que el transformista de La Moncloa saliera maquillado a la rueda de prensa del pasado jueves. Y no solamente por el patetismo del personaje -quien, a fin de cuentas, merece lástima, pues se hace cada vez ... más evidente que se trata de un hombre enfermo-, sino por el cortocircuito mental que a mucha gente le supone el hecho de que, habiendo sido pillado, se pueda albergar la inabarcable miseria moral de continuar burlándose de todos sin mostrar un ápice de decencia ni de la hombría necesaria (o la gracia, si lo que le va es el otro palo) para afrontar la verdad.
Y es ahí, en sentimientos y valores, donde está la clave para entenderlo todo. Nadie puede sentir aquello de lo que carece (vergüenza), mostrar aquello que nunca se le enseñó (decencia) o actuar de un modo que resultara ignoto en su casa (entereza). Tales carencias, en conjunto con la envidia, el resentimiento y la codicia, son el común denominador de toda esa escombrera formada por los que mandan, quienes los sostienen y sus encubridores. Esto ya no va solo de Código Penal (como si eso fuera poco), sino que trasciende a la forma en que unos padres han criado a sus monstruos. O, peor aún, en qué y cuánto les han transmitido.
Es cierto -y justo remarcarlo- que un hijo puede desviarse, por mucho que se haya hecho en pos de lo contrario; como también lo es que ninguna criatura es responsable de las ignonimias cometidas por su padre. Pero la clave reside en la conciencia, esto es, el sentido ético y moral que nos dice si algo está bien o mal y actuar en consecuencia. Aunque esa actuación se limite a un gesto de desaprobación.
Desconozco la infancia de Ábalos, Koldo y Cerdán (aunque don Cesare Lombroso podría escribir tratados sobre ello). Pero recuerdo la imagen de los padres del maquillado, en la tribuna del Congreso, henchidos de orgullo y aplaudiendo, engordándolo, al defraudador compulsivo. Y en ese momento lo supe: Al final, va a resultar inimputable.