AL FILITO

Pausa en la cruzada

Y por eso trataba con todas mis fuerzas de solapar mis estrambotes durante estos días, procurando convertirme en un niño normal

El corazón me pedía cambiar de registro en esta columna de hoy. A medida que la semana transcurría, el Adviento se iba adueñando de mi ánimo y me despistaba de todo cuanto iba sucediendo, a fin de que no me centrara en esos acontecimientos que ... suelen llevarme «al filito» cada lunes.

Era ésta mi época favorita del año, hasta el punto de querer transformarme durante estos días en una buena persona, como si de un personaje dickensiano se tratara. Podrían pensar libremente que no es más que la mascarada típica, tan propia de este tiempo; y así lo sería si no fuera porque el esquema se había venido reproduciendo desde mi niñez y la mutación no se debía a ningún estado de gracia, sino a la comprensión de mi lugar en el mundo.

La entrada en Diciembre debería conllevar la emoción por la preparación de la celebración del gran acontecimiento que cambió la Historia de la Humanidad hace aproximadamente 2024 años, pero para mí no suponía más que la ilusión de un tiempo en el que no me sentiría solo. El primer hito importante del mes llegaba con La Inmaculada y la gran fiesta que se montaba en el campo de mis tíos, en La Muela, donde se reunían las dos familias (la mía, es decir, la de mi «tata», y la de su esposo, a la que durante mucho tiempo llegué a sentir como propia porque me dispensaban el cariño y afecto que yo tanto necesitaba y en ningún otro sitio encontraba). Luego venía el día en el que mi Padre y mi Mami (solo quienes me conocen lo entenderán) me llevaban al supermercado a hacer la compra especial para las fechas. Una ocasión que siempre lo consideré tan especial que lo he intentado reproducir en decenas de ocasiones con mis hijos, sin éxito alguno. Y en los días de colegio había exámenes, sí, pero nada perturbaba la maravillosa cuenta atrás hasta la NocheBuena, aunque mi padre mantenía siempre el suspense sobre si acudiríamos, o no, a casa de mis otros tíos. Un momento en el que yo rezaba, pero no precisamente al Niño que había que nacer, sino al Padre que obrara el milagro de que esa noche formáramos parte de una fiesta.

No obstante, nunca me hallaba del todo integrado. Ora por mis propias rarezas, ora porque mi carácter observador me desvelaba la incomodidad -o, incluso, malestar- que mi presencia ocasionaba en algún sitio donde se me acogía. Nunca olvidaré tantas miradas, gestos y comentarios que se lanzaron por tantas «buenas personas» en la creencia de que ese niño atontado no se enteraría … o quizás sí, pero no les importaba. Yo solo quería ser uno más, literalmente. Es decir: no estar solo. Y por eso trataba con todas mis fuerzas de solapar mis estrambotes durante estos días, procurando convertirme en un niño normal que pidiera unas botas de fútbol a los Reyes Magos y sonriera bobamente ante cualquier infortunio. Un gesto que, a punto de cumplir cincuenta y un años, cada vez me cuesta más reproducir.

Este artículo supone un esfuerzo. La actualidad ya viene suficientemente empañada y el Mal seguirá reinando porque los demonios no se paralizarán ante las velas y los villancicos, pero ustedes se merecen un descanso. Y, si este relato sirve para que algún niño raro, incómodo o simplemente repelente no se sienta extraño ni solo, aunque solo sea durante la burbuja que se desinflará el 7 de enero, habré logrado hacer algo bueno.

Feliz Adviento.

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