Al filito

Indefensos

Las imágenes de narcolanchas que entran y salen, a voluntad, del Caño de Sancti Petri, y de las que desembarcan decenas de hombres, produce escalofríos

José Colón

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Esta es una tierra muy especial. Su gente es buena, sensible y abierta de corazón. Entre otras, esa es una de las razones por las que es tan vulnerable. Porque esa emblemática generosidad, la empatía y bonhomía de nuestros paisanos se convertirá, a la postre, en la puerta de su perdición.

Como la mayoría comparte esos maravillosos valores, sus sentidos solo se han dirigido -no podría ser de otra forma- hacia el lado humano de la tragedia que supuso la muerte de cuatro inmigrantes en la misma orilla de Camposoto y Sancti Petri la semana pasada. Los ojos se han llenado de lágrimas, las voces han expresado compasión y espanto y los oídos han recibido aluvión de lamentos, mientras las manos se han dedicado a escribir ríos de tinta sobre la tragedia, la deshumanización de las mafias traficantes y el lamentable destino de las criaturas, ahogándose a cuatro metros de donde juegan los niños por mor de las fuertes corrientes de ese lugar y del desconocimiento absoluto de cualquier técnica de nado por parte de las desdichadas víctimas.

Es evidente que no podemos evitar el pellizco. Se trata de vidas humanas, perdidas de forma inhumana ante nuestros ojos y frente a nuestra impotencia, que nos bloquea parcialmente pero que mantiene en perfecto funcionamiento el mecanismo idiotamente automático que nos lleva a sacar un teléfono y accionar el modo de grabación de imágenes con las que alimentar las redes sociales y los repertorios de algún comparsista.

Ahora bien, al margen de la tragedia (no diré «anécdota», como hizo el miserable jefe del gobierno tras ver las grabaciones de los ataques a los kibutz por parte de las bestias que asesinan en nombre del Corán), las imágenes de narcolanchas que entran y salen, a voluntad, del Caño de Sancti Petri, y de las que desembarcan decenas de hombres, produce escalofríos: la facilidad con la que se organiza en Marruecos un cargamento, se cruza el Estrecho, se adentra en las inmediaciones de la Bahía de Cádiz y llega hasta la misma orilla, descargando y regresando sin que en el ínterin haya sido detectada, molestada, detenida o hundida por ningún satélite, patrullera, helicóptero o pareja de la Guardia Civil apostada en la playa, produce auténtico pavor.

Donde hoy son hombres jóvenes y fuertes, sobre quienes se desconocen sus antecedentes -sean penales o de cualquier otra índole-, mañana podrán ser bestias armadas con el único objetivo de matar, arrasar y aniquilar cuanto encuentren a su paso. Ya ha sucedido en varios lugares del mundo e incluso allí enfrente, en Túnez y Marruecos, lo sufrieron hace pocos años. Es cuestión de tiempo que nos ocurra a nosotros.

No se puede tener la guardia baja. Puede comprenderse que el nivel de sensibilidad de nuestro querido gobierno -tan susceptible ante el jarabe democrático suministrado en supositorios- obligue a dejar la puerta abierta a quienes dicen venir huyendo de la miseria en una patera con vías de agua. Pero resulta impensable que se mantenga una absoluta pasividad ante una embarcación que, cualesquiera que fuese su cargamento, solo está destinada al ejercicio del crimen. Una narcolancha hundida puede ser la mejor boya de advertencia ante futuras incursiones de los criminales que las tripulan.

Solo pedimos que nos defiendan. Para eso pagamos impuestos. Muchos impuestos. No todo va a ser comprarse una bicicleta con la que el ministro pueda mantener duros los glúteos y firme el rostro. Ahora bien, debemos tener claro que esa protección no nos vendrá de estos que hacen «magia» con nuestros ingresos, convirtiendo a ni-nis en Secretarios de Estado y a analfabetos en Ministros de Cultura. Si confiamos en esta tropa… no estaremos indefensos, no: estaremos muertos.

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