opinión

Carta abierta a Pedro Sánchez

Fíjate si cuido las formas, que sería incapaz de tutear al mismísimo Kichi si me lo encontrara

José Colón

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Hola tú. Iba a decirte que comprendieras el tratamiento otorgado y a explicarte que yo uso siempre el «usted» con cualquier persona, por deleznable o aborrecible que pudiera parecerme y aún de forma más consciente si mi interlocutor ostenta algún tipo de autoridad. Fíjate si cuido las formas, que sería incapaz de tutear al mismísimo Kichi si me lo encontrara, a pesar de que este señor vuelve a ser un don nadie y aunque solo fuera como medida de distanciamiento y delimitación de espacios. Pero contigo es diferente.

Tú no mereces ningún tipo de respeto, quillo. Tú has ido destruyendo todo merecimiento, consideración o deferencia -no ya inherente al cargo, sino a tu propia dignidad personal- desde el primer día en que, con luz y taquígrafos, ibas orinándote sobre todas y cada una de las promesas y «líneas rojas intraspasables» con las que estafaste al personal cuando te presentabas como adalid de la honradez frente al incapaz de Rajoy. Y desde ese mismo día hiciste bueno el viejo refranero andaluz, que, con su «Virgencita, que me quede como estoy», refleja fielmente los peligros de cambiar a un tonto por un listo, sobre todo cuando este último eleva las cotas de indecencia a los niveles estratosféricos que tú has alcanzado.

No puedes sentirte ofendido. Para alcanzar ese estado se necesita partir de una mínima base de moralidad. Y tú eres un amoral, Pedro. Lo cual no es bueno ni malo. En el campo de la Ética (materia sobre la que precisarías más de dos tardes de clases intensivas), se denomina así a quien no busca seguir las costumbres morales establecidas en un grupo social, por lo que sus conductas o costumbres no pueden calificarse de forma positiva ni negativa. Tú eres el ejemplo vivo de esa definición, lo cual es una ventaja.

Gracias a ello, puedes ser el único presidente del gobierno que vive en La Moncloa por haber formado una coalición con independentistas, encubridores de asesinatos (entre los que hay cientos de mujeres, niños y … 12 miembros de tu propio partido) y depravados cuyo único leit-motiv es la destrucción de la nación que os ha hecho a ti (y a tus cómplices) millonarios, sobre todo si comparas vuestro estatus económico con el de los pringados que tenemos la obligación de manteneros. Y a pesar de todo ello -o, mejor dicho, gracias a tu ventajosa falta de moralidad- puedes dormir tranquilo por las noches en tu posición preferida con tu enigmática e inquietante esposa.

Otra gran ventaja que sacas de todo ello es que te importa un comino que esos compañeros de aventuras se burlen de ti, de tus poses estudiadas, de tu voz impostada y de tu enfermizo afán por representar una majestad que solo existe en tu malsano subconsciente. Te la pela que, gracias a ti, esas eminencias estén disfrutando de una relevancia inaudita en un país civilizado, de occidente o de oriente. De hecho, me extrañaría que esa tropa pudiera trabajar en nuestro vecino del sur en algo distinto a la limpieza de una cuadra. Pero, como decía, a ti no te afecta porque, a pesar de sus burlas, gracias a su soporte puedes pavonearte ante tu suegro, el de las saunas, como un triunfador.

Sin embargo, el otro día me di cuenta de que eres un pobre desgraciado. En tu comparecencia ante tu grupo parlamentario, leyendo aquel panfleto infame que te escribió un enemigo (no lo dudes) y te hizo caer aún más bajo del sótano del colectivo imaginario en el que te sitúan, apercibí que eres una triste marioneta de la cantidad ingente de miserables que, como al Rey Desnudo, te han ocultado la realidad. ¿De verdad no sabías que la gente -incluso «los tuyos»- te detesta? ¿De verdad no te has dado cuenta hasta ahora que te consideran un delincuente? ¿de verdad no has sido consciente de que durante estos últimos años te has dedicado a vivir por encima de tus posibilidades a costa nuestra?

En fin... Te queda el consuelo de saber que, gracias a tu infamia, hoy don José María González Santos se ha librado de mi «carta de despedida». Y es que, frente a ti, Pedro, cualquiera merece el tratamiento de «don». Y un respeto.

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