SIN ACRITUD

«¡Vamos, vamos, saltar ya!»

El acento de estos desalmados traficantes de droga y de seres humanos es de aquí, nos duela o no; son gaditanos, y actúan con absoluta impunidad

Ignacio Moreno Bustamante

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Son narcolanchas. Las mismas que se usan para transportar droga, que ahora se utilizan también para traficar con personas. Personas. Seres humanos. Aquello de diversificar el negocio llevado a su expresión más inhumana. Más aberrante. Entre descarga y descarga de hachís, aprovechan para meter ilegalmente a cientos de norteafricanos desesperados. Personas. Seres humanos. Ocurre aquí mismo, en Sancti Petri, en Camposoto, Barbate, Los Caños, Roche, Conil o El Palmar. En cualquier playa. Y como una imagen vale más que mil palabras, basta con ver el vídeo que publicó en lavozdigital en primicia María Almagro el pasado martes para que no haga falta decir mucho más. En las imágenes se ve, desde la popa de la narcolancha y grabada por uno de esos traficantes de personas, de seres humanos, a unos 30 chicos jóvenes. La mayoría varones, también alguna mujer y algún niño. Muchos adolescentes. Sus caras de miedo e incredulidad sobrecogen. Sin embargo, esto no es lo peor. Lo más estremecedor son los gritos de los pilotos de la lancha: «¡Venga, vamos, vamos!». «¡Hay piedras ahí abajo!». Este último grito no es para advertir a los aterrorizados inmigrantes, sino al piloto. «¡Hay piedras, no te acerques más!». Su temor no es por la vida de los jóvenes, a los que obligan a saltar antes de alcanzar la orilla, sino pinchar la neumática, quedarse sin su fuente de ingresos. Apenas una semana antes habían fallecido cuatro pobres desgraciados como los que ellos transportan tras ser arrojados al agua en una zona de fuertes corrientes, a sabiendas de que no saben nadar. No les importa. «¡Venga, vamos, vamos, vamos! ¡Venga! ¡Saltar ya! ¡Saltar ya! ¡Vamos!¡Quillo, ve tirando gente, ve tirando gente!». El acento de los que gritan, nos guste o no, es de aquí. No son mafias del otro lado del Estrecho las que los traen. No son colombianos sobre los que luego se hacen series de televisión. Son de Cádiz. Gente sin alma con acento gaditano. Y con una impunidad casi absoluta.

A estas alturas resulta increíble que puedan llegar hasta Chiclana o San Fernando sin ser interceptados. Es obvio que algo estamos haciendo mal. Algo no, muchísimas cosas se están haciendo muy mal. Las asociaciones antidroga, de derechos humanos y de profesionales de las fuerzas y cuerpos de seguridad llevan años, décadas, reclamando más medios para luchar contra estas mafias. Pero siguen campando a sus anchas. Es una cuestión de números, de dinero. Como casi todo. De aumentar el número de efectivos de la Guardia Civil y la Policía Nacional, a los que a día de hoy resulta imposible poder plantarles cara en igualdad de condiciones. Me niego a politizar un tema tan dramático como este. Todas las administraciones tienen su cuota de responsabilidad. Empezando por la Unión Europea, que mira desesperadamente para otro lado, como si este asunto no fuera con ellos. Ignorando que Cádiz, España, no es más que la puerta de entrada. Pero sea como fuere, a día de hoy el principal encargado de la lucha contra la droga y contra la inmigración ilegal es el Ministerio del Interior del Gobierno de España. Marlaska, para entendernos. El mismo que hace apenas un año se atrevió a decir que había conseguido restablecer el respeto a la autoridad que se había perdido en toda la zona del Campo de Gibraltar. En un sitio en el que se apedrean helicópteros cuando tratan de interceptar un alijo de droga.

Cuando no se respetan ni las vidas humanas, difícilmente se va a respetar nada más. «¡Vamos, vamos vamos!» «¡Saltar ya, saltar ya!». Esto es lo que se escucha casi a diario aquí, en nuestra costa. Y nosotros mirando dos mil kilómetros más al norte, a Ginebra, pendientes de lo que negocian un madrileño y un catalán con uno de El Salvador de intermediario. Parecería un chiste si no fuera porque es amargamente real. Y mientras, en Cádiz, delincuentes locales dejan morir ahogados a jóvenes cuya desgracia fue nacer escasamente quince kilómetros más al sur, al otro lado del Estrecho. «¡Ve tirando gente, ve tirando gente!», se oye gritar mientras miramos para otro lado.

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